Mutations
Hoy es otro jueves. Desde 1998 voy a “cubrir” cine todos los jueves. Es una pasión que se transformó en hábito, que se transformó en trabajo, que se transformó… como todo. Estoy sola, y es lógico. ¿Quién te va a acompañar a ver la película número 48 de Drew Barrymore? ¿O la comedia romántica número 20 de Hugh Grant? Uno ya les dice “no, no vengas”. Es para ahorrarle a quien sea el mal rato. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que estoy sola en la sala de cine, y además estoy prácticamente sola en un complejo de cines que tiene 13 salas, candy bar, juegos electrónicos, un bowling, comercios… Me acuerdo de la película de Tony Richardson “La soledad del corredor de fondo”. Y a mí hoy me podrían agarrar para hacer “La soledad del crítico del jueves”. Una película de terror, realmente.
¿Quién puede pensar que es el paraíso estar solo en una sala, tener una sala de cine para uno solo? Es la situación más triste del mundo. Las butacas vacías se alinean como las tumbas de esos cementerios de guerra que se ven en las películas. Infinitas, impasibles. Podría pensar que es la misma soledad que cuando miraba videos en la casa de mis viejos, cuando todos se iban a dormir. Ahí me instalaba con las películas de Fellini, Pasolini, Bertolucci, Antonioni, Capra, Allen, Bergman, Fassbinder, Kurosawa, Scorsese, los Coen, Godard, los Taviani, Wenders… Era una ceremonia privada, casi un secreto, un pecado, un descubrimiento. Los domingos aprovechaba que mi familia se iba al campo para convertir el living en un cine casero. Tapaba las ventanas con telas gruesas, pesadas, cerraba todas las puertas y ahí me quedaba, con la videocasetera que me habían regalado a los 15, “el regalo” que yo había pedido, un supuesto pasaporte a la felicidad. Pero esta soledad de los jueves, y más en el complejo Village, es la soledad más obscena que yo haya visto, que haya experimentado. Es una vergüenza, una vergüenza que siento ante mí misma, y también ante los empleados que andan por ahí con esas radios, los únicos que me están viendo entrar. Hay más pibes con esos walkie talkies que gente en las salas. Es obsceno.
Yo no quiero esto, hace mucho que no lo quiero. No quiero esta casual, improvisada soledad de estúpido crítico en avant premiere. Yo quiero la sala llena, gente sentada en las escaleras, quiero el ruido a pochoclo, a papel de caramelos, quiero putear al gordo cabezón que se sentó adelante, hacer callar a las viejas que murmuran atrás. Quiero ver gente peleándose por una entrada, colas que den vueltas y vueltas en el enorme y ahora vacío lobby del Village. Y no me importa tener que esperar.
¿Dónde carajos se fueron todos?, me pregunto ahí sola, sacando la entrada. ¿Dónde se fue el pendejerío made in peloteros? ¿Y los adolescentes que se miraban una hora en los amplios espejos de los baños pintados de rojo? ¿Y nuestro querido público pochoclero, ese que entraba al complejo como al reino del aire acondicionado sin importarle un cuerno qué película iba a ver? Yo creo que ya no va a venir nadie ni en la época de los Oscars.
Lo más probable es que los pibes estén chateando a full en el ciber. Mirá si van a estar en estos juegos vetustos tipo Sacoa. Por favor… En la enorme sala de juegos del Village hasta hay unos flippers. Hay uno de “Arma mortal 3” que debería estar guardado en algún museo de la era paleozoica del entretenimiento. ¿Y los grandes? Supongo que los de 20, 30 y 40 se fueron a dar la vuelta del perro a los flamantes shoppings, mareándose entre precios imposibles y maravillados por la gran “cosa nueva”, completamente indiferentes a su fecha de vencimiento.
Mientras tanto, los locales comerciales del Village están casi todos cerrados. Lo único que espero es que cuando cierren el café Fellini me avisen, a ver si me dejan llevar esos afiches enmarcados de “8 y 1/2”, “La dolce vita” o “I vitelloni”. Pero ni eso van a dejar. Si se rajan, van a rajar con todo. “Acá había gente que pagaba una entrada para venir a los baños”, pienso. Sí, pagaba una entrada al cine para ir a los baños del Village. Lo juro. Ahora las puertas de los baños no funcionan, ni música funcional hay. Por los parlantitos te mandan directo el sonido de las salas, y así parece que estás meando en medio de una película. El otro día pedí un cortado y la leche estaba agria. Tendría que haberlo devuelto, por los tres pesos que te lo estafan. Pero me dio tristeza, la verdad. Ahora tengo la sospecha de que hasta el pochoclo está vencido.
A esta altura, esa especie de estrella de mármol que está en el centro del lobby parece el decorado de una peli de ciencia ficción berreta. Hay que hacer la prueba de pararse ahí y mirar alrededor el espacio vacío. Es irreal. A veces tengo la fantasía de que podría robar todos los libros de Cúspide, uno por uno, sin que nadie se diese cuenta. Apenas hay dos personas en la hilera de cajas, y ni una en las pochocleras. Y esa tentadora estética Las Vegas. “Ocean's Eleven”. Sería como robar un casino…
El Village Rosario se inauguró en 1998. Según los datos oficiales tiene capacidad para tres mil localidades, y la inversión inicial fue de 14 millones de dólares. Las versiones extraoficiales siempre hablaron de lavado de dinero y beneficios impositivos varios. Pero lo más importante es lo que el Village simbolizó en un principio para Rosario: la llegada aplastante de la modernidad, del sueño noventista del Primer Mundo, de esa suerte de demonio que venía a terminar con los viejos cines tradicionales del centro… Qué risa… La historia es que los cines del centro se aggiornaron, agregaron salas, retapizaron las butacas (que siguen siendo tan incómodas como antes) y pusieron candy bar con bandejitas y todo eso. Una prueba (más) de que nunca hay que tenerles tanto miedo a los demonios… Y como si fuese poco, ahora todos parecen estar esperando que se inauguren los multicines de los dos nuevos shoppings, que según cuentan vienen con butacas reclinables… Quién sabe en cuánto tiempo estarán rotas, en el mejor de los casos, o vacías.
Una vez escribí que el bowling del Village era el lugar ideal para escuchar el “Mutations” de Beck. El disco salió el mismo año en que se inauguró el complejo. La teoría era que la bola, en una imaginaria cámara lenta, giraba a la velocidad exacta de “Cold Brains”. Y también pensaba que el disco tenía esa atmósfera tan americana, tan decadente del lugar, un poco de plástico y brillo perdido en el medio oeste rosarino. Hay gente que todavía recuerda ese comentario. “Pobres”, pienso ahora. “Cómo les cagué la referencia de ese disco con ese recuerdo deprimente de mierda”.
“Who would ever be so cruel
Blame the devil for the things you do”
Hay pocos lugares tan bajoneantes como ese bowling. Antes había que pedir turnos para jugar, ahora sobra espacio (y tiempo). Creo que en cualquier momento van a aparecer los personajes de “El gran Lebowski”… Ya es de noche cuando salgo del cine. Atravesar la playa de estacionamiento del Village es como caminar por el desierto de Nevada. Miro el complejo desde la calle y me hace acordar al Flamingo, aquel casino solitario que había fundado Bugsy Siegel, el personaje de Warren Beatty… No hay nadie, como siempre, como todos los jueves.
“Who would ever notice you
you fade into a shaded room…
It's such a selfish way to lose
the way you lose these wasted blues, these wasted blues”
Mañana chequearé el elenco de la peli, la banda sonora, la filmografía del director. Ahora no tengo ni hambre, me quiero ir a dormir. Lo único que espero es conseguir un taxi, porque ya no hay ni taxis en la parada del Village. Antes te esperaban en la puerta como limusinas a la salida de un boliche o algo así. Pero ese era un hábito que se transformó en trabajo, que se transformó en falta de trabajo, que se transformó… como todo. Y yo me voy sola, tratando de rescatar lo único que queda de todo esto, que son algunas melodías tristes de “Mutations”, y aquella canción que repetía:
“Tell me that is nobody’s fault,
nobody’s fault, but my own
Tell me that is nobody’s fault,
nobody’s fault, but my own”.