Festivales: Time Out
A veces sucede que cuando uno sabe que algo va a pasar, y después efectivamente pasa, uno se queda sin palabras. Sabía que en el festival de Cosquín (el gran circo por excelencia de la escena actual del rock nacional) algo se iba a pudrir. Y se pudrió. Y por dos semanas me quedé en esa actitud contemplativa, mezcla de indignación e impotencia.
“Qué sea rock!”, ponen en el Sí. ¿Qué sea rock qué? ¿Un desastre de organización? ¿Un público que pide poco y bandas que dan menos? ¿El mismo programa todos los años? ¿Dónde están las revelaciones? ¿Dónde están las sorpresas? ¿Quién comenta algo sobre alguna banda que le haya partido la cabeza? ¿Quién descubre un grupo que lo incentive a salir corriendo para conseguir los discos? ¿Para qué sirven los festivales?
Además está esa horrible sensación de que los periodistas que van a cubrir (o a encubrir?) tiran data de que “todo lindo a pesar de…” por la casi intangible presión que ejercen los medios cuando enfundan a un periodista en calidad de “enviado especial”. Parece que los tipos actuaran como si tuviesen que justificar (tiempo y gastos incluidos) el “estar ahí”.
Hace mucho que los festivales dejaron ser signo de los tiempos. Tal vez desde el BA Rock ’82, pero sólo en el momento en que a Los Encargados los bombardearon con 30 kilos de fruta (según cuenta la leyenda).
¿Cuándo después se dio ese tipo de situación de ruptura? Todo se diluyó en las peleitas entre banditas, en la violencia gratuita de los “incidentes”, en los “problemas” de cartel entre los grupos, en la demagogia de los grandes números…
Recuerdo cuando en los 90 mirábamos embelesados los programas de festivales como
Glastonbury, Reading o Leeds, lamentando no estar en la campiña inglesa, tirados al sol (acá era invierno), en esos lugares donde “las cosas estaban pasando”. Ahora repaso los programas de esos festivales y siento que no me perdí ni me pierdo gran cosa.
Vas a los recortes de prensa o a los sitios de esos festivales y la música siempre parece estar ausente. Lo único que hay son cifras y más cifras (la cantidad de público es lo que “mide” el valor de los festivales), ofertas de merchandising, listas y más listas nombrando bandas como si fuesen las listas de compras del supermercado,
fotos de gente desnuda o llena de barro (como si la desnudez o el contacto con la naturaleza representaran una supuesta “libertad”).
Lo único que recuerdo claramente del Woodstock 94 es al cantante de Blind Melon (que después se suicidó)
diciendo: “En el 69 todos sabían por qué estaban acá, protestaban contra algunas cosas. Pero ahora está todo tan mal que ya ni sabemos por dónde empezar”. Y ese fue un poco el espíritu de ese festival: no saber qué hacer, no saber por qué se estaba ahí, ningún interés por la música que estaba sonando. ¿Se acuerdan de la música que estaba sonando? Green Day, Metallica, Red Hot Chili Peppers. Ja, ja. ¿Alguien derramó una lágrima?
¿Y del último Rock In Rio? Recuerdo algo así como Britney Spears haciendo playback, Axel Rose sin aire para correr y los brasileros atrás meta caipirinhia y axé axé. ¿Roucki, qué roucki?, habrán estado preguntando. Y ahora lo quieren hacer en Portugal…
Igual los rosarinos no tuvimos que viajar mucho para ver la vergüenza de los festivales. Nos pasó justo delante de las narices, el año pasado, con el “Rocksario”, un efluvio de las malas ondas de Cosquín. Quién puede olvidarse a los Catupecu Machu yéndose con el auto del organizador como parte de pago, a Las Pelotas dando vueltas hasta último momento para ver si aparecía el cheque (volador) o a Los Vándalos que no subieron a tocar porque no les pagaban “en efectivo”. Tomá para las estrellitas de rock locales. ¿Y la música? No, nada que ver, era un festival de rock.