(Most of what follows is true)
Daniela vivía en el complejo de casas de la Fábrica Militar de Fray Luis Beltrán. En los años 80, cuando volvió la democracia y se empezaron a sacar los trapos sucios de los milicos al sol, no estaba muy bien visto vivir ahí. Nadie lo decía, por supuesto, pero era notorio que el lugar tenía una connotación negativa. Eso no era lo único “extraño” en Daniela. Su familia eran sólo ella y su mamá (tal vez la persona más vital y alegre que conocí en mi vida), y creo que también había una abuela por ahí… Pero no había padre a la vista… Para alguien que venía de una familia dominada mayormente por hombres como la mía, ese “detalle” era motivo para generar cierto sentimiento de incomodidad. Claro que mi vieja nunca me preguntó ¿quién es el padre de Daniela? Pero cuando hablábamos de ella o de la madre, yo podía ver esa profunda curiosidad en los ojos de mi vieja, una pregunta callada que insistía: Y el padre de Daniela, ¿quién será?
En el colegio, donde por casualidad nos conocimos (ella iba a otro curso), Daniela era “la fan de los Beatles”. Y en especial de Paul McCartney. O de Paul, como decía ella. “Pol, pol, pol…” era el sonido que salía de su boca todo el tiempo. Un día me fue a buscar en el recreo y empezó a los gritos: “¡Recibí carta de Paul! ¡Recibí carta de Paul!”. Yo no entendía nada. Tampoco me interesaba. Resulta que no era una carta de Paul, pol mismo. Era una respuesta que había recibido del super fans club super oficial de Paul McCartney en Inglaterra, con unas estampillas que me dijo que iba a atesorar como la carta misma, cuyo contenido jamás llegué a ver (o me olvidé), de tan ultra exclusivo, ultra importante que era.
Supongo que en aquella época Daniela me quería cooptar para las huestes beatlescas. Es cierto que yo estaba interesada en el rock, pero solamente había escuchado a Bruce Springsteen. También había empezado a leer sobre la historia del rock, con una gran curiosidad por su origen, y estaba hurgando, cronológicamente, en los nombres de los 50: Chuck Berry, Buddy Holly, Elvis, Little Richard, Jerry Lee Lewis… Todo muy americano… Cuando finalmente Daniela me pasó un compilado de los Beatles en cassette, como si se tratara de alguna fórmula para hacerse millonario, lo escuché con paciencia y se lo devolví, con una única y terminante respuesta: “Daniela, esto está bien, algunas canciones ya las conocía de la radio, pero parece el coro de los monaguillos en la Iglesia…”. Dios sabe que ése era el peor de los insultos… A nosotras nada nos parecía más molesto que tener que ir a misa los domingos y escuchar a esos nabos de los monaguillos (que hacían suspirar a nuestras compañeras) cantando esas letras franciscanas con tantas bellas pero reiterativas intenciones nos ponían los pelos de punta.
Un día, a la salida del colegio y a las corridas, Daniela me pasó un papelito que cambió todo. Solamente decía “Gritad!, de Philip Norman”. “Fijate si cuando vas a Rosario me podés conseguir ese libro”, me pidió. Ella sabía que yo tenía contactos con “la gran ciudad”, como veíamos a Rosario entonces. Mi abuela paterna vivía ahí, una señora coqueta que me llevaba a pasear por el centro y me daba todos los gustos. Al libro lo encontramos enseguida. Estaba en la librería del segundo piso de La Favorita, la tienda preferida de mi abuela, y la mía también, porque tenía una escalera mecánica. Ahora no recuerdo bien cómo fue. La cosa es que yo terminé con el libro en mis manos. Creo que mi abuela propuso comprar dos: uno para Daniela y otro para mí. El libro tenía buena pinta, tenía fotos. Era una biografía de los Beatles.
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Yo nunca fui una gran lectora, pero “Gritad!”, con ese título horrible de traducción gallega, me fascinó desde un principio. No dejaba de ser una típica historia de postguerra, y yo ya estaba interesada en las historias de la Segunda Guerra a través del cine. Cuando mis compañeras de la primaria decidían que era “día de chupina”, recuerdo que iba a la biblioteca a leer cómo se había gestado el régimen nazi, y cómo los americanos “nos libraron” de esa pesadilla.
La infancia de los Beatles, además, tan bien narrada por Norman, se podía leer como una verdadera novela. Yo sentía que estaba releyendo algo así como “Hombrecitos” o “Mujercitas” pero mucho mejor, porque eran personajes reales… aunque el concepto de “realidad” se me desdibujaba constantemente. Muchas veces veía a los Beatles como personajes de ficción: esas infancias marcadas por la muerte, la orfandad, el abandono, las carencias relacionadas con la postguerra… Eso era tan diferente al mundo que yo conocía y que me rodeaba. Tanto que hasta el día de hoy sigo pensando que la historia de los Beatles tal vez fue la ocurrencia de un guionista.
La música recién apareció cuando empezó a ser nombrada en el libro. Es decir: yo escuché los discos de los Beatles por primera vez en un involuntario pero impecable orden cronológico, con su correspondiente correlato biográfico, contexto histórico, social, etc. Entonces no me daba cuenta, pero esta forma de escuchar, que me iba a acompañar prácticamente toda la vida, condicionó en gran parte mi relación con el rock y, a la postre, mi visión (por la cual me he peleado con mucha gente) de la música.
Había otro asunto que no era menor: la música apareció después porque era más difícil de conseguir. Durante los años 80 mi familia estaba muy ajustada de guita. A veces no se llegaba a fin de mes y a los chicos se nos compraba apenas lo necesario: comida, ropa y útiles escolares. Lo demás era considerado superfluo. Un cassette no era sólo un lujo, era algo que simplemente no servía. Para las golosinas y los regalos estaban las abuelas, pero incluso su generosidad se veía recortada por las necesidades de mis viejos, que no tardaron en instarles a que nos compraran ropa y “cosas útiles”.
En esa situación, yo sentía que ya no estaba completamente habilitada para pedirle “todo” a mi abuela paterna. Además me parecía un abuso. Entonces empecé a rapiñar de donde viniera: me quedaba con monedas de los vueltos de los mandados (con la excusa de la inflación), me ahorraba la merienda del colegio (mientras la panza me hacía ruido del hambre cuando veía las kremokoas y las surtidas de Terrabusi) y también empecé a mentir descaradamente. Decía que perdía “cosas útiles” que necesitaban ser repuestas y después, con los años, un supuesto “fondo” para el viaje de estudios jamás llegó a la escuela. En una jugada discutidamente honesta, un día le pedí a mi vieja que suprimiera su único lujo (la señora de la limpieza), para pasar a hacer ese trabajo en casa y cobrar por hora lo mismo que la empleada (ni un peso más ni uno menos).
Así, entre trapos de piso, lustramuebles y desinfectantes para el baño fui escuchando los discos de los Beatles. Al principio, tantas vueltas para conseguir el dinero no parecían valer la pena. Desde “Please Please Me” hasta el mismísimo “Rubber Soul” ningún disco del grupo realmente me conmovió. Aunque algunas canciones me obligaban a rebobinar y rebobinar para repetir la escucha, en otras seguía simplemente escuchando al “coro de la Iglesia”, como interpretaba en aquel entonces a esa catarata de armonías.
Mientras tanto, y ese era “el problema”, la biografía se volvía cada vez más apasionante y compleja. Yo tenía la certeza de que iba a seguir esa carrera hasta el final, y justo en ese tramo donde empecé a flaquear, justo a tiempo apareció “Revolver”.
“Revolver” me debe haber agarrado limpiando los muebles del living. “Taxman Mr Wilson, taxman Mr Heath”. Y yo sabía quiénes eran esos tipos… Y los coros de los Beatles no volvieron a sonar tontos nunca más…Y Paul McCartney, que hasta entonces no pasaba de ser el objeto de adoración sin sentido de Daniela, liquidaba ahí en dos minutos la historia de la soledad del mundo. O cantaba para nadie… Y estaban esos sonidos orientales que nunca había escuchado en mi vida… Y Lennon repitiendo “ella dijo, ella dijo: yo sé lo que es estar muerta”… Al final, con “Tomorrow Never Knows”, sentí una especie de mareo (y la sensación de mareo era muy real) que me iba a durar años.
Era el mareo de vivir una década en otra. Yo caí como por un embudo en los sesenta, mientras los ochenta taladraban con sus rankings y su infatigable pop. Y todo se mezclaba. Era tan confuso como estimulante. Empecé a buscar información sobre los beatniks, los hippies… Empecé a adoptar algunos de sus principios… Para cuando llegué a “Sgt. Pepper” ya estaba totalmente “convertida”…en una persona que a mi familia y a mis amigos les costaba reconocer. En apariencia seguía siendo la misma, pero mi cabeza era un embrollo. Sentía que estaba experimentado en tiempo presente el mismo vértigo, el mismo entusiasmo, la misma curiosidad voraz que, según describía Norman, generaban los Beatles 20 años antes.
Con Daniela nos convertimos en amigas y compinches, aunque nunca logró convertirme en una prototípica fan de los Beatles. Yo no tenía beatle preferido, no recortaba sus fotos, no me interesaba la “trivia” y además escuchaba a otros grupos.
Recuerdo sí que transcribíamos los relatos de los documentales con la historia de la banda. Era un trabajo de hormiga, absolutamente innecesario, pero lo disfrutábamos mucho. También seguíamos un programa de Radio Nacional que contaba la historia del rock, y se explayaba a gusto sobre los Beatles. El único inconveniente es que empezaba justo a la hora en que estábamos por salir del colegio. El día en que iban a diseccionar al detalle el “Sgt Pepper” simulé estar descompuesta para faltar a clase. Todavía recuerdo a mi vieja llevándome la comida a la cama, y yo me hacía la que comía despacito, porque supuestamente me sentía mal. Y cuando se iba, después de pedirle que cerrara la puerta, atacaba el plato con todo mientras subía el volumen de la radio y con la otra mano tomaba nota de cada uno de los personajes de la tapa del disco. Daniela, que venía de una educación menos conservadora, ese día se escapó de la escuela antes de hora, burlando la vigilancia de las monjas.
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“Los Beatles eran ridículamente populares. Todo fue tan fácil para los Beatles… Nosotros siempre tratamos mal a los demás, queríamos sacar ventaja de los demás, porque creíamos que el mundo estaba en nuestra contra”.
Mick Jagger
La adolescencia no es la mejor edad para conocer a los Beatles. Los Beatles pertenecen a la infancia, a los hijos de los padres que los escucharon… Es comprobable: los chicos se enganchan fácilmente con muchas canciones de los Beatles, mientras que son capaces de huir, o de estallar en un ataque de llanto, si les hacen escuchar a otros grupos de rock de los sesenta.
Tardé muy poco en descubrir que los Beatles eran para complacer, no para rebelarse. Quiero decir: ¿a quién no le gustan los Beatles? Recuerdo que la profesora de Lengua y Literatura se había puesto de punta conmigo por ciertas cosas que escribía, hasta que un día, en una suerte de “trabajo libre”, me tomé la molestia de recopilar frases “ingeniosas” de los Beatles y las transcribí en una cartulina tamaño poster, con una caligrafía minúscula y muy prolija, de forma que fueran dibujando la manzana que era el logotipo de Apple. La profesora quedó encantada con el laburo, y no paraba de reírse con las “ocurrencias” de los “cuatro de Liverpool”, a quienes seguramente había escuchado cuando era joven.
El tema es que en la adolescencia uno tiene esa compulsión a rebelarse. Y en ese sentido “complaciente” a mí los Beatles me sacaban… Tampoco tardé mucho en darme cuenta con qué desprecio Philip Norman se refería, en su bio de los Beatles, a unos tales Rolling Stones. Yo sólo había visto fotos de ellos en algunas enciclopedias de rock (alguna vez existieron las enciclopedias de rock) y parecían unos tipos anodinos o directamente desagradables. De todas formas, la figura de Jagger, presentada por Norman como una persona ladina sin demasiados escrúpulos, me causaba una perversa curiosidad.
Desde un principio, todo sucedió de una manera diferente. Acá la música llegó antes, como una maldición arrebatada, inexplicable, sin orden cronológico… Esta anécdota la debo haber contado un millón de veces, y así y todo no termino de creerla. Una tarde fui a un video club a alquilar “Apocalypse Now”, y a la noche, cuando abro la caja, me encuentro con un video llamado “Rewind”, de los Rolling Stones. La puta, me dije, el empleado se equivocó. Y ya era tarde para hacer el cambio. ¿Qué hago? Acá están estos dichosos Rolling Stones… Mi familia estaba durmiendo. Estaban acostumbrados a que yo me quedaba viendo pelis hasta tarde… Entonces, con cierto temor (de Dios, de los Beatles, qué sé yo) enchufé el video en la casetera y me senté a esperar.
“Rewind” hizo que el sacramento de la confesión, que ya me estaba hinchando las pelotas, dejara de tener sentido. Lo que había en ese video era “inconfesable”. Si me hubiesen dejado sola, atada y mirando una película de terror la experiencia hubiese sido más grata. El cantante me horrorizó: estaba maquillado como una mujer y hablaba como un imbécil. No entendía por qué tenía tanta necesidad de gesticular y mover el culo delante de la cámara. Los tipos de alrededor… una cohorte de impresentables. En un video (el de “It’s Only Rock and Roll”) parecía que el guitarrista “feo” (Keith Richards) se estaba muriendo. Creo que había extractos de una conferencia de prensa, donde los tipos estos tenían una cara de desprecio que metía miedo, y después secuencias borrosas de una “fiestita” en un avión, con chicas desnudas que iban y venían… Me fui a acostar perpleja, pensando que Philip Norman tenía razón…
El verdadero problema, sin embargo, empezó a la mañana siguiente… me desperté canturreando “She’s So Cold”. Y “Angie”. Y “Miss You”. Bueno, no es para acusar… era lo poco que había escuchado… Para desconcierto del empleado del video club, mi dieta de cine de autor empezó a ser reemplazada, casi a diario, por… “Rewind”. Lo habré alquilado unas 15 veces. De a poco fui aceptando lo que después reconocí como una de las máximas del rock: que aquellas canciones y la facha de esos monstruos eran inseparables.
También hay que reconocer ahora que aquella era una época de gracia: por el 85 se estaba reeditando en Argentina casi toda la discografía de los Rolling Stones, remasterizada y demás cuentos (¡esos discos nunca sonaron “bien”!). Entonces en las vidrieras no tenías sólo “Dirty Work”. También tenías la fabulosa tapa de “Let It Bleed”, como recién sacada del horno. Recuerdo que compré ese disco con una bolsa de monedas, y que me latía el corazón a toda velocidad por el miedo a que las monedas no alcanzaran. Al final faltaron algunas, sí, pero el dueño de la disquería me dijo una frase que jamás voy a olvidar: “Está todo bien, llevalo”.
Después vinieron el vinilo de “Aftermath” y un compilado de singles. De golpe me sentí identificada con la voz ponzoñosa de un tipo que cantaba sobre insatisfacción, muerte, violencia, hastío, frustración, madres empastilladas, chicas estúpidas, chicas con ataques de nervios y amantes desquiciadas… Já, qué compañía… Qué manera de forjar una “mentalidad femenina”… Qué linda, qué buena gente los Rolling Stones… Y no lo digo irónicamente… Yo aprendí muchas cosas de ellos, como vivir y trabajar desde la adversidad, sin que eso signifique necesariamente una carga, y a veces hasta parezca divertido. Además en la adolescencia el tema del sexo es todo un rollo, y yo creo que aprendí de qué se trataba eso nada más escuchando “Goin’ Home”… Fue un mareo similar al de “Tomorrow Never Knows”, pero un poco más placentero…
¿Y las guitarras? ¿Por qué sonaban así, como desnudas, con ese eco duro y metálico? ¿Y la armónica? ¿Por qué se metía como una víbora en el oído? ¿Y el bajo, por qué “retumbaba”? ¿Y las armonías vocales, dónde carajos estaban las armonías vocales? Nada armonizaba con nada. El sonido solamente perturbaba y contagiaba.
Lástima que el tema de la guita se empezó a poner áspero, muy áspero, mientras más crecía mi descontento hacia ese problema, mi familia, la escuela y la sociedad en general. Para comprar “Beggars Banquet” robé plata. Pero no fue un robo cualquiera. Ahora me puedo reír de eso y hasta contarlo. Pero entonces fue como la peor de las traiciones, en nombre del mejor de los discos. Daniela me había encargado que le comprara un póster “especial” de los Beatles en Rosario. Y yo voy y compro el poster, pero con parte del vuelto (de “su” vuelto) compro el disco de la tapa del baño público graffiteado. Por esos días Daniela no sabía nada del “affaire” Stones, y yo tampoco quería que se enterara. Me limité a “dibujar” el precio del poster, debido a la bendita inflación, y supongo que nadie se enteró de nada.
En retrospectiva, creo que a ella no le hubiese molestado tanto el hecho de la plata, pero sí que “Beggars Banquet” me haya cambiado la vida. Nunca me lo dijo. Seguramente no era necesario.
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No suelo darles demasiado crédito a las historias que intentaron poner a los Beatles y a los Stones en un plano de amistad, complicidad, pequeñas colaboraciones musicales, arreglos por debajo del escritorio con respecto a la competencia comercial, etc. Es innegable que todo eso existió, como también es evidente que tanto los Beatles como los Stones eran un puñado de burgueses con talento que, como tales, esperaban el merecido reconocimiento, la fama y la plata para comprarse la casa y el autito de moda. Pero creo que cualquier punto de contacto queda finalmente desestimado por las diferencias abismales entre los grupos.
Hay una serie de “paralelismos” biográficos que siempre me fascinaron, y que determinaron en gran parte la obra y la historia de las dos bandas. Ya desde la infancia, y concentrándose en las duplas creativas, las diferencias no podrían ser más notables. Mientras que Lennon y McCartney se criaron en un ambiente de orfandad materna, Jagger y Richards crecieron en medio de familias muy presentes y sobreprotectoras. La figura de la madre era particularmente dominante, hasta el punto que para uno de ellos se convirtió en insoportable. Mientras que en Lennon y McCartney el talento compositivo fluía, en Jagger y Richards nació con fórceps. Su manager los encerró en una habitación y decidieron no salir hasta que hubiesen escrito una canción.
Cuando los Beatles llegaron a Abbey Road por primera vez se encontraron con George Martin, un tipo experimentado en la producción y los estudios de grabación. Cuando los Stones se estrenaron en un estudio tenían como productor a su manager, Andrew Loog Oldham, un publicista muy joven, hábil y ambicioso, pero que no tenía ni idea de cómo ni dónde apretar un botón.
En 1967, los Beatles tuvieron que soportar la pérdida de su manager, Brian Epstein, tal vez el único tipo que los craneaba como grupo, como una unidad. Brian murió misteriosamente, dejando varios negocios fallidos detrás. Ese mismo año, los Stones lo despidieron a Oldham, con la misma displicencia con la que hubieran despedido a un jardinero de sus mansiones. Por esa época las bandas planearon posibles inversiones conjuntas en un estudio y una oficina de promoción, pero Jagger abortó el proyecto enseguida cuando vio “la falta de control de gastos” de la otra parte.
A fines de los 60, los Beatles se hundieron en el despilfarro y en un caos financiero, esperando que Allen Klein les solucionara todo mágicamente (bueno, al menos esto nos “regaló” una hermosa canción: “You Never Give Your Money”… your money! Já). Jagger, del otro lado, empezó a controlar de cerca a Klein (que también era manager de los Stones), le recortó funciones y hasta puso el ojo en los libros contables (esto terminó en un amargo juicio en el cual las dos partes tuvieron que ceder).
Más allá de los datos concretos, y observando cómo se desarrollaron ciertas situaciones a través de los años, me queda la sensación de que los Stones eligieron su camino como banda, que tuvieron el deseo de torcer o de romper estructuras muy establecidas, mientras que a los Beatles los veo como a tipos arrastrados por el destino, signados por la fatalidad. A veces pienso que hasta el asesinato de Lennon parece adecuarse a ese “plan”.
En el otro extremo, siempre digo que los Stones tenían tal control del descontrol, tan fuerte era su voluntad de dominar la situación, que ni siquiera dejaron que Brian Jones se les muriera en la banda. Un mes antes, y pensando en una gira que estaba por venir, lo echaron.
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Puede ser que las canciones no cambien el mundo, pero las de los Beatles transformaron una ciudad. Y tratándose de Liverpool eso ya es mucho mérito. Ningún turista iría a parar a ese puerto si no fuera por la historia del grupo. Hay un –ciertamente ridículo- colectivo multicolor a la Magical Mystery Tour que te lleva por los “lugares beatle”. Recuerdo que era un día de otoño nublado, horrible, pero el “guía” de la excursión dijo: “Esto es un buen día para Liverpool, hace dos semanas que no paraba de lloviznar”.
Hay cosas que nunca pude olvidar: la primera es la diferencia entre las casas natales de Lennon y McCartney –de fachadas espaciosas, ubicadas en barrios residenciales de clase media- y las de George y Ringo, casitas pequeñas, de apariencia humilde, ubicadas en barrios claramente obreros. La segunda es el estado de abandono del cementerio de la iglesia de St. Peter, donde se encuentra la tumba de Eleanor Rigby. Los yuyos estaban crecidos por encima de las tumbas, enmohecidas y rotas. Se notaba que el guía sentía un poco de vergüenza ajena al mostrar eso, y con un tono de voz muy suave comentó: “Ya le pedimos a la Municipalidad varias veces que lo arregle”. La Municipalidad –el ayuntamiento de Liverpool- es un tema aparte. Fueron las autoridades locales las que, en los años 70, “rellenaron” el Cavern auténtico para convertirlo en un estacionamiento. Más tarde se construyó una réplica turística del Cavern, al lado de donde estaba el original, que ahora es la que visita medio mundo. Un bochorno.
También hay sensaciones que no puedo olvidar: la tristeza frente a Strawberry Fields, poniendo cara de póquer para la foto… Había unas fans australianas que no paraban de farfullar, pero ahí se quedaron increíblemente calladas. Me pareció que era el silencio de la muerte… Después está Penny Lane, la calle de la canción, que tiene innumerables vueltas. Cuando llegamos ahí el cielo de golpe se despejó ¡se puso azul! Y por supuesto pasamos por la peluquería. A esa altura (1997) yo creía que aquello que contaba Philip Norman (que los peluqueros saludaban muy entusiastas a las legiones de fans) ya se había agotado, o que habrían puesto a maniquíes o robots a hacer un gesto tan pavo. Pero no. Ahí estaban los “barberos” de Penny Lane, desde su vetusto local, agitando las manos como locos de alegría. Ante esa muestra de candidez, la verdad es que no pude hacer otra cosa que saludar sonriente, como todos los demás.
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Los mejores “lugares beatle”, de todas formas, hay que buscarlos en Londres. No lejos del mugroso Piccadilly Circus, yendo por la atestada Regent St, hay una callecita llamada Savile Row. Es una especie de atajo donde el ruido de la ciudad se vuelve un silencio balsámico y el tiempo parece haberse detenido. Ahí está lo que era el edificio de Apple, impecable, con su fachada blanca y sus ladrillos vistos oscuros en las plantas superiores, tal cual se lo veía en las fotos o los videos de los 60. En Savile Row no hay tránsito, y yo sentía que habían cerrado la calle para mí, para que me quedara contemplando ese edificio que vio cómo los Beatles se desintegraron, entre canciones geniales, contadores, ñoquis, hippies fumones y vendedores de espejitos de colores… En el 97 eso era la sede de una asociación de arquitectos o algo así. Llamé a la puerta varias veces, con el objetivo de llegar a las oficinas y a la terraza, pero nadie atendió, obviamente.
Si alguna vez tienen la oportunidad de ir a Londres, no pueden dejar de tomar la línea de subte Jubilee, hasta la estación de St. John’s Wood. Ahí van a entender por qué los Beatles decidieron ponerle a un disco el nombre de una calle, y convertir a un simple paso de cebra en uno de los lugares más famosos del mundo.
Cuando me siento triste o enferma, a veces cierro los ojos y me veo ahí, subiendo por la escalera mecánica del subte, saliendo a las calles soleadas del barrio St. John’s Wood, con sus casas elegantes pero para nada presuntuosas, con sus árboles y sus enredaderas, esquivando a los molestos vendedores de merchandising beatle y a los turistas que quieren sacarse “la foto” cruzando “la calle”, y siguiendo el serpenteo de Abbey Road, escuchando en el walkman “Mean Mr. Mustard”, “Polythene Pam” y “She Came In Through The Bathroom Window”… Si algún Dios me concediera un último deseo, antes de dejar este mundo miserable y gélido, pediría poder caminar un día de sol por Abbey Road.
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“Estuve aguantando hasta que JoanMa se fue a la Ludoteca para poner el cd en el ordenador y que la voz fluya por los parlantes... Siempre llega cuando más lo necesito... Se me caen las lágrimas... Estoy tan contenta.
Me compré la edición De luxe, está preciosa!!!!
No sé si me voy a aguantar ver el dvd....
Bastante tuve en you tube....
La música sigue.....”
Este es el último mail que me mandó Daniela. Por supuesto es sobre el nuevo disco de “Paul”, “Memory Almost Full”. Supongo que ya vendrá mi respuesta, tratando de suavizar mi impresión: que el disco en realidad no me convenció (salvo algunos temas como “Only Mama Knows”, “You Tell Me” o “Gratitude”), o que tal vez pierde mucho en comparación con el anterior, “Chaos and Creation…”, de lo mejor que grabó McCartney en su carrera solista. También haré algunas bromas sobre “Pol”, seguro (y que conste que Daniela ha hecho algunas de las bromas más crueles –y chistosas- que escuché sobre Jagger).
Lo que no voy a poder, seguro, es ver la expresión de Daniela ante mis críticas opiniones. Desde hace siete años ella vive en España, y desde hace siete años se queja de mi mala costumbre de no contestar todos los mails, o de ser alérgica al chat o reticente a mandar fotos. Y tiene razón.
Daniela es feliz en España. Ahí están su familia, su marido y su hijo. Ahí consiguió con esfuerzo dedicarse a lo que le gusta. Además creo que siempre odió a la Argentina, tanto o más que a los Rolling Stones. En España también pudo ver en vivo varias veces a McCartney (cuando estuvo en Buenos Aires no tenía plata para ir), y en algún lado debo tener guardadas las fotos que me mandó de uno de esos recitales, junto con una lámina que tenía pegados los papelitos picados que tiraron al final del show (¡Sí, los papelitos picados!).
Yo hace años que no escucho a los Beatles. Pero hace unos dos meses me puse a repasar lo poco que tengo de ellos en CD con la excusa de escribir este texto. No fue precisamente una experiencia placentera. Y no tenía por qué serlo. Todavía me hago la distraída cuando veo a “Submarino amarillo” en la lista de temas de “Revolver”. Es una canción que no puedo soportar ni un segundo. Lo mismo podría decir de “Ob-La-Di, Ob-La-Da”, “Octopus’s Garden”, “Maxwell’s Silver Hammer”, “Revolution 9”… La lista es bastante larga… Nunca pude disfrutar de un disco entero de los Beatles. Ni en los 80 ni ahora. Salto temas a lo loco. El “Album Blanco” es un festival del zapping. Tendría que armarme mi propio álbum blanco, que no sería doble, por supuesto.
Igual, volver a “Revolver”, “Rubber Soul”, “Sgt. Peeper”, “Let It Be” o “Abbey Road” fue emocionante. Fue un torbellino de recuerdos. Pero no de recuerdos propios. Son recuerdos de las canciones, que viven por encima y mucho más allá de uno. Aquellas canciones que me impactaron en los 80 (desde “Tomorrow Never Knows” hasta “A Day In The Life”, desde “For No One” hasta “I’ve Got A Feeling”, desde “Love You To” hasta “Strawberry Fields”) ahora sencillamente me sobrepasan.
En algunos casos redescubrí una belleza perdida, como en “Two Of Us”, que me hizo llorar; como en la adorable “Something”, que creía quemada por las radios; como en “Savoy Truffle”, que todavía no puedo parar de bailar, o la olvidada “Wait”, que no puedo dejar de cantar. Tal vez recién ahora soy capaz de comprender las letras de “I’m So Tired”, de “While My Guitar Gently Weeps” o de “She’s Leaving Home”.
Lástima que hay canciones que ya no puedo escuchar, que me provocan un nudo en la garganta que siempre termina en llanto. Son algunos temas de Lennon que, por algún motivo, me hacen sufrir la absurda muerte del tipo.
Hace unos días me topé en un bar con una revista (no recuerdo si fue la de Clarín o La Nación) con una nota (más y van) sobre el (otro) aniversario de “Sgt. Pepper”. Había unos columnistas que seguramente fotocopiaron lo que escribieron diez años atrás y le metieron algunas pequeñas modificaciones. Me entristeció ver una foto a toda página de los Beatles reducidos a ser cuatro maniquíes con trajes multicolores. Alguna vez, en el mismo lugar, nos van a encajar una foto de los Danger Four y no nos vamos a dar cuenta.
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Hoy estuve en la casa de mis viejos. Por un rato me detuve mirando aquel añejo póster adolescente de los Beatles, perfectamente enmarcado, que está en mi habitación (o lo que iba a ser mi habitación, porque yo me vine a vivir a Rosario casi al mismo tiempo que mis viejos estaban estrenando su segunda casa). Me quedé unos minutos pensando en una infancia imaginaria que no tuve, escuchando los discos de los Beatles que podrían haber comprado mis viejos en su juventud. Pero ellos nunca escucharon un disco de los Beatles… No sé, quizás haya sido mejor así…
Ese póster siempre va a estar ahí, ahí o en otra casa, como esas cosas importantes que pasaron hace muchos años, como esas cosas fatales que se arrastran sin saber bien por qué, cómo, cuándo ni dónde empezaron. Ahora esas imágenes de los Beatles no sólo me parecen lejanas, también me parecen ajenas, tan ajenas como la enorme y cómoda casa de mis viejos, que también solía ser mi casa… Entonces, antes de que aparecieran otros recuerdos, me levanté de la cama, acomodé mi bolso, cerré la puerta de la habitación y me fui.