contra las cuerdas

El HIV, Hannah, sus hermanas y por qué Woody Allen no nos hace reír más

(Este posteo, escrito a tiempo de cierre, está dedicado al Día Mundial del Sida)

Una mañana de las últimas y tortuosas semanas fui a hacerme por primera vez el test de HIV. No era un análisis cualquiera. Era uno que había estado demorando por…17 años.
Supongo que para mi generación siempre fue muy difícil lidiar con el asunto del sida.
Se reveló justo a mediados de los 80, cuando estábamos en plena adolescencia y descubríamos el sexo. La sola sospecha de que el sexo podía venir acompañado por un virus mortal causaba escalofríos. Había muchos más mitos que información confiable, y eso acrecentaba los miedos, la confusión y la falta de prevención (así, mezclado y todo junto). El despertar del sexo (y ya entrados los 90) podía ser una joda, sí. Pero una joda que después se pagaba con cuotas de miedo a largo plazo…
Puedo dar fe también de que este panorama se “agravaba” para los hipocondríacos. Una psicóloga me dijo que la palabra “hipocondríaco” quedó como anticuada, y también su concepto. Para mí los “hipondri” son como las brujas: tal vez no sea tan fácil definirlos o corporizarlos, pero que los hay los hay… Y así pasaron los años.
Creo que fue por el 93 que tuve una seguidilla horrible de infecciones. Los médicos no sabían de dónde carajos venía el problema. Hasta que un día me mandaron a hacer una serie de complejos análisis a un laboratorio “especial”. El diagnóstico decía algo así como: “Baja de defensas?” o “Falta de defensas?”. Yo lo recibí con las manos temblorosas: “Ya está. Tengo sida. Me estoy muriendo”, me dije. “Ya fue, es esto. No me cuidé. No me hice el análisis. Ya fue”. Se lo comuniqué a mis viejos: “No me cuidé. Puedo tener algo GRAVE. Prefiero decirlo AHORA”. Unos días después los del laboratorio llamaron por teléfono a casa. Atendió mi vieja. Cuando escuchó “le hablo del laboratorio” casi le da un infarto… Resulta que llamaban porque necesitaban otra muestra de sangre…
Las “defensas” estaban bien. Todo bien. Respiramos aliviados. Pero, ¿y el test de HIV? No, gracias. Nunca quise hacerme ese análisis. Prefería vivir con la duda antes de enfrentarme al momento de ir a buscar el resultado. Sabía que me había mandado varias cagadas… Los hombres que nacieron en los años 80 parecen haber conocido los profilácticos entre los pañales. Los hombres que nacieron en los 60 o los primeros 70, no. Para ellos siempre fue una cuestión “circunstancial”. O un problema de “otra gente”.
Por lo general el asunto de los forros terminaba en “arduas negociaciones”, que muchas veces arruinaban por completo la relación sexual (o la relación entera).
Yo creía que cumplía con mi “responsabilidad” preavisando que no tenía el análisis hecho. El tema es que los demás…¡sí lo tenían! Novios, parejas, amantes ¡¡todos lo tenían!! Se hacían un hemograma y un HIV como si fueran la misma cosa. Para mí era frustrante. Y el miedo crecía.
Cada Día Internacional del Sida era una tortura. Veía todas esas campañas en la tele, en la calle. Veía a gente que se hacía el test en la playa. ¡¡En la playa!! Como si hubiesen pasado a buscar una sombrilla!! “Ellos lo hacen en la playa y yo no puedo ir a un laboratorio”, pensaba. “¿Qué carajos estoy esperando?”.
Cada cable de agencia que veía en el laburo también era una tortura. “Crece el virus”. “Crece en Latinoamérica”. “Tantas personas que lo tienen no lo saben”. “Aumenta el números de mujeres…”. Nunca voy a olvidar la cara de asombro-espanto de mis amigas cuando hace un par de meses me increparon: “¡¿No te hiciste el análisis?!”
En un momento llegué a pensar que TODO el mundo se lo había hecho menos yo. Empecé a sentirme una “irresponsable social”, parte de un grupo de “cobardes contagiadores anónimos”, una “renegada” por puro miedo y egoísmo… Y entonces decidí hacerme el análisis… Sí… No antes sin tratar de demorarlo “un poquito” más y convertirlo en un trámite infernal.
Entré a la página de la Fundación Huésped para averiguar por los lugares de los tests gratuitos. Llamé por teléfono pero no contestaban. Quería saber si para la extracción de sangre había que estar en ayunas (¿?). No me animé a llamar a los hospitales públicos, porque una vez fui a uno y casi salgo corriendo y con los ojos cerrados. Entonces llamé a Ofes (Organización de Familiares Enfrentando el Sida), a quienes desde acá pido disculpas. Creo que nadie les debe haber llamado para hacer una pregunta tan idiota como “¿hay que estar en ayunas?”.
No conforme con el papelón, desistí de la idea de hacerlo en un lugar gratuito, o en un hospital (hay algunos en donde las paredes no se están cayendo), porque en esos días los médicos andaban de paro y pensaba que un paro podía “alargar” la espera por el resultado. Totalmente descartado.
Opté por ir a la mutual (con el médico auditor ya tengo confianza) y pedirle por favor que “adosara” el pedido por el test de HIV en una serie de análisis que me había ordenado otro médico. La idea era que el HIV quedará “en el montón” y no como un único, solitario y fatal análisis.
El otro tema era encontrar un laboratorio: no podía ser “el de siempre”. En el caso de que el resultado fuera “positivo” no quería que me miraran con lástima. En el caso de que fuera “negativo”… no quería que me vieran tampoco. No me iba a aparecer. Al fin encontré uno que trabaja con la mutual, que parece “serio” y que está casi al lado de una panadería-bar. Para mí cualquier laboratorio debe cumplir con una condición: estar a menos de una cuadra de un bar, porque si voy en ayunas, cuando salgo directo a desayunar, tengo la impresión de que me puedo desmayar al cruzar la calle.
Cuando llegué ya estaba nerviosa. No podía ni leer una revista. Nada. Lo único que disfruté fue la extracción: es bueno saber que uno tiene sangre en las venas.

_¿Y el resultado cuándo va a estar?, pregunto mientras va el pinchazo.
_Para el lunes.
_¿No puede ser antes? (Por Dios! No puedo estar el fin de semana esperando esto! Por favor!, pienso. Y después me contesto: Pero si ya estuve esperando 17 años!!)
_Puede ser para el viernes al mediodía. Una parte.
_¿El HIV puede ser? Te pregunto porque es lo que más “urgente”…
_Sí, creo que sí. Pasá al mediodía.

A la salida, en la panadería-bar, me preguntaba si había valido la pena privarse de esas exquisitas medialunas en los desayunos de los últimos cuatro años. Y así me quedé en un estado de observación permanente. ¿Quién es la gente que viene a comprar a esta panadería? ¿Cómo es que se llevan todos esos hidratos y están flacos? ¿Serán felices? ¿Trabajarán? ¿Estarán conformes con su trabajo? ¿Escucharán música? ¿Tendrán hijos? ¿Tendrán nietos? ¿Estarán bien de salud? ¿Se habrán hecho el test del HIV?

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Los días previos al resultado no se los deseo a nadie. Me atiborré de trabajo, trámites y cualquier porquería que apareciese en televisión… Todo en nombre de la distracción. A la noche dormía nada más porque estaba agotada. Igual, no podía dejar de pensar en las personas con las que había tenido sexo y les había perdido el rastro. Unas semanas antes había pensado en localizarlos. Pero, ¿para qué? Mejor perdidos.
Mientras, en el rally televisivo, sentía que todo estaba dirigido a mí: el aviso de la Fundación Huésped, una noticia sobre los orígenes del sida en CNN, un pedazo de la película “Reality Bites” (¡justo cuando la mina se va a hacer el análisis muerta de miedo!) y hasta la bendición del Padre Ignacio, que hablaba de la “aceptación”, de las “enfermedades”…
Pero una noche, justo antes del día R, encontré en el zapping a “Hannah y sus hermanas”, un clásico de Woody Allen y también de Cinecanal. Creo que habré visto esa película más de 20 veces. Y nunca me cansó. Siempre la encontré distinta. “Hannah y sus hermanas” tal vez haya sido la última gran película de Woody Allen. Su “Scary Monsters” o algo así. Es una síntesis, una culminación de lo más original de su obra anterior, y además es una película que hace reír. También pertenece a un cine por el que a veces siento cierta nostalgia, un cine intrínsecamente relacionado con la vida.
Hay tantos “cuadros” del transcurso de la vida en “Hannah y sus hermanas” que hoy me parece increíble que Allen los haya podido incluir a todos en una misma cinta: los conflictos entre hermanas, las relaciones padres-hijos, la rutina del matrimonio, el divorcio, la infidelidad, el enamoramiento, los miedos, la envidia, el fracaso, la responsabilidad, el trabajo, la culpa, las inseguridades, la nostalgia, los celos, los vicios, los secretos, los riegos, lo imprevisible, los guiones, el cine, el teatro, la literatura , la pintura, la televisión, las charlas, la música… Y un hypochondriac.
Ahí está el personaje de Allen, Mickey Sachs, el tipo que está convencido de que tiene un tumor cerebral después de que le detectaran un problema en un oído. El que “se la pasa yendo a los médicos y nunca tiene nada”. Y el que busca convertirse a alguna religión ante la inminencia de una supuesta muerte. Todavía me sorprendió riéndome a carcajadas con la escena de su fallido intento de suicidio…
Yo solía ser fan de Woody Allen, hace años. En los 80 (justo por la época en que se empezó a contagiar el virus del sida) Allen me enseñó lo que era el humor, lo que era reírse de las neurosis propias y las ajenas, de las familias y las parejas, de los amigos y los enemigos, y de las mugrientas y adorables ciudades donde vivimos. Dos décadas después, toparme de casualidad con “Hannah y sus hermanas”, transformó lo que yo pensaba que iba a ser una de las noches más angustiantes de mi vida en puras risas, emociones y hasta recuerdos románticos.
Lo mismo me ha pasado, en otras tantas ocasiones, con “Manhattan”, “Annie Hall”, “Bananas”, “Zelig”, “El dormilón”… demasiadas películas… Sin embargo, nunca pasó ni de cerca con ninguna de las últimas películas de Allen. La última que fui a ver el día del estreno, todavía como si fuese un gran acontecimiento, fue “Los secretos de Harry”, del 97. Y nunca me puedo olvidar que, cuando por fin tuve la oportunidad de comentar algo del tipo, me tocó “La mirada de los otros”, del 2002, y le chanté con amargura “dos estrellas”, después de haberme reído un buen rato con una bolsa de gags totalmente gastados.
Hace poco, en el diario inglés The Times, apareció una columna con un título muy sugerente: ¿Por qué Woody Allen no nos hace reír más? El texto no se ocupa de responder a la pregunta, más allá de achacarle a Allen un renovado y discutido desprecio por la comedia como género, o de afirmar que “por no repetir chistes, optó por sacarlos a todos”. Sin embargo, acierta con la pregunta y con tildar a las últimas películas de Allen simplemente de “irritantes”.
La verdad es que yo me sentí irritada después de ver “Melinda y Melinda”, un berreta y misógino ensayo de la comedia como género, y más irritada todavía después de ver la festejada “Match Point”, una fábula truculenta que podría haber pergeñado cualquier director “pseudointeligente” made in Hollywood o Londres.
A mis viejos les gustó “Match Point”, y eso es un terrible signo. Mis viejos siempre odiaron el humor de Allen, nunca lo entendieron, de lo único que se reían era de su aspecto y de la voz que le metían en los doblajes. Como tanta otra gente, siempre consideraron a Allen un “bobo”, un “pesado” (por no nombrar lo de “degenerado”). Ahora resulta que Woody es un tipo inteligente… No, por favor…
Scoop” directamente no la fui a ver (se la “recomendé” a mis viejos, eso sí). Tal es el grado de indiferencia que me produce Allen ahora. Cuando vi el afiche colgando en un complejo de cines, mientras yo había sacado entradas para otra película, sentí un poco de tristeza. Después se me pasó.
Por suerte han aparecido grandes comediantes, grandes libretistas. Mi reloj cultural atrasa tanto que recién el año pasado descubrí a Seinfeld (bueno, no miré mucha televisión en los 90). Mi novio me pasó los DVDs de mi “flamante descubrimiento” y también los del señor Larry David en “Curb Your Enthusiasm”. Seguro van a parecer mil más, y yo me enteraré dentro de mil años. Todos serán deudores de Allen en algún punto, estarán en la misma senda, probando que se puede hacer reír, siempre.

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El test del HIV dio negativo. Una sensación de alivio y optimismo me ganó por cinco minutos mientras caminaba del laboratorio a mi casa, en un mañana que parecía perfecta de sol y primavera. Casi me pongo a saltar y a festejar como el personaje de Mickey Sachs, cuando finalmente se entera de que no tiene ningún tumor en el cerebro. Sin embargo, tal cual le pasa a Allen en “Hannah y sus hermanas”, a los pocos minutos empecé a caminar más lento y con cara de preocupada. “En dos horas entro a trabajar”, pensé. “El lugar donde laburo es un basural. Y a la gente que está ahí todo le importa una mierda. Sufro de jaquecas, de stress post traumático, de colon irritable. Y a la noche, antes de ir a dormir, me tengo que poner ese ridículo protector bucal por el bruxismo. La ciudad es un loquero, está cada vez peor, me tendría que ir a vivir al campo…”.
A los días también comprendí, o aunque sea tuve una pequeña pista, de por qué Woody Allen dejó de hacernos reír. Sacar un buen chiste no es fácil. Y hacer reír durante toda una película mucho menos. Para enfrentarse y reírse de las propias neuras hay que pasar por un largo proceso, hay que elaborarlo durante mucho tiempo. ¡¡Pueden pasar hasta 17 años!! Tal vez la gente ya no tenga ganas de esperar tanto tiempo. Es que a veces uno ya no quiere esperar. Es tan simple como eso.