contra las cuerdas

Something to die for

Qué brava que está la guadaña, como decía mi abuela. En menos de dos semanas murieron Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni, Lee Hazlewood y Tony Wilson. En el laburo ya da miedo abrir el sistema de cables, más allá de los terremotos, las masacres en Irak y las presentaciones en los juzgados de Pete Doherty. Parece que siempre hay un duelo ahí, agazapado, esperando. Y al final de la lista uno cree que ya ha llegado endurecido… o resignado. Pero no fue así.
Me gustaría escribir de todos, pero por razones que me superan sólo necesito hablar de dos. La muerte de Antonioni era nomás una cuestión de tiempo. Llevaba tantos años enfermo que algunos pensaban que ya había pasado a mejor vida. Igual me impactó, y me largué a llorar esa mañana. Fue triste encontrarse de golpe con que un tipo como Antonioni estuvo (estuvo, estuvo en pasado) y encima hace ya mucho tiempo.
También estaba la tristeza (arrastrada con los años) de percibir (ojalá esté equivocada) de que Antonioni (al igual que otros directores de su generación) quedó relegado a cierto público –muy minoritario, muy sectario-, que hace tiempo que quedó fuera de un circuito de culto o estudio (como se quiera llamar), y que solamente la muerte (la noticia de la muerte) puede venir a rescatarlo para los medios masivos (ese siniestro mal necesario). Claro que los medios lo mostraron como únicamente pueden mostrar los medios: con su fugacidad, su oportunismo, su levedad, su desaprensión, su apuro… A veces aparece, sí, la cándida visión de algún periodista o crítico que le pone dos líneas de corazón a alguna página perdida. A veces, casi nunca.

En medio de tanto bajón queda, sin embargo, un resquicio de felicidad. Y no es un consuelo, para nada. Es felicidad pura. Quedan las películas de Antonioni, que cada vez que uno las ve son películas nuevas. He visto la trilogía (“La aventura”, “La noche”, “El eclipse”) y “El desierto rojo” en tres momentos distintos de mi vida. Y siempre hay una lectura distinta, mejor. Es mejor por el solo hecho de ser distinta. El año pasado agarré en un zapping “El desierto rojo” y me retuvo ahí hasta el final, perpleja, como si nunca la hubiese visto. Lo que vale es la sensación de ese momento, que puede prolongarse por varias horas del día. Lo más probable es que al mes uno no recuerde ni el argumento, ni los nombres ni los perfiles de los personajes. La trama, los diálogos, las características de los personajes son las cosas que uno puede explicar de una película. Pero de una película de Antonioni uno recuerda lo que no puede explicar. Es prácticamente como enamorarse. O es igual.

En uno de los tantos obituarios mediáticos que se escribieron para su muerte, había uno que sintetizaba en tres líneas: “Antonioni decidió abordar en sus obras la incomunicación entre las personas, la dificultad para establecer relaciones, los amores imposibles, el vacío interior y el desarraigo del individuo en una sociedad fría y deshumanizada”. Ja, casi nada…Qué coraje el de Antonioni, un coraje que no viene solamente del talento… Y esas tres líneas ni siquiera le llevaron toda una vida. Fueron apenas unos años… Qué maravilloso haber vivido por esos años, con esa valentía, ese convencimiento, esa pasión, esas contradicciones. Y qué bueno morir así, con las obsesiones intactas y hasta escrachadas, sostenidas en esa sensación de un momento irrepetible.

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De Tony Wilson no llegó ningún cable, ningún boletín de noticia. Cuando me lo contaron la cosa quedó ahí. “Ah, sí? Qué tenía? Qué pena, otra muerte, ya basta”. Recién reaccioné que había muerto Tony Wilson (Tony Wilson!) cuando entré a los sitios de los medios ingleses y vi el testimonio de Shaun Ryder. “Le debo todo a Tony Wilson, blah, blah”. Recién me cayó la ficha cuando un viejo amigo, el primer fan que conocí de New Order y Joy Division, me mandó un mail diciendo que estaba muy triste.
Ahí recordé que la última vez que lo había visto a Wilson (hace poco, en un video de los Happy Mondays en el festival de Coachella), me pareció que estaba demasiado delgado. Ahora busco ese video en YouTube y veo que no sólo estaba más flaco… también caminaba con un bastón. Lo que pasa es que el tipo hablaba con ese entusiasmo, y con esa gracia irónica tan inglesa, que qué me iba a fijar yo en cómo estaba caminando.

Recuerdo cuando vi “24 Hour Party People” en el Bafici. Tanta cola y espera para conseguir las entradas… tanta histeria con lo de la película… y cuando finalmente estaba sentada en el Cosmos nadie a mi alrededor alcanzaba a tararear ni un puto estribillo de Joy Division o los Happy Mondays. Mucho menos sabían quién era Tony Wilson. “¿Ese canta en algún lado?”, preguntó un pibe. En un momento llegué a imaginar que el maravilloso Steve Coogan salía de la pantalla para increpar a la platea: ¿Para qué carajos vinieron? Más vale que salgan de acá y se consigan todos los discos, más vale que muevan el traste, manga de poseurs…

Tony Wilson pertenecía a ese excepcional clase de gente que hace que las cosas sucedan, los que están detrás de los que cantan, de los que componen, de los que se suicidan, de los que reciben los aplausos, de los que ganan plata, de los que la desperdician, de los que se pierden, de los que aparecen en las tapas de las revistas o nada más en los cables de las agencias de noticias. Detrás, ahí, siempre, acompañando, gestando, ideando, organizando, luchando… juntando a la gente, haciendo que el talento, la pasión, el esfuerzo, los sueños, la suerte y la imaginación no se dispersen, que no se evaporen en interminables charlas de café o cerveza.

Da un poco de vergüenza ajena hablar de Tony Wilson ahora, en medio de una sociedad cada vez más individualista, despersonalizada, desapasionada, una sociedad que no cree en el afecto, ni en el trabajo ni en la vocación. La sociedad de los “te llamo, nos vemos, lo hacemos”, y después ni nos vemos, ni nos juntamos ni hacemos nada y a nadie le importa un cuerno.
Me da cierto resquemor también hablar de Tony Wilson en una sociedad en donde nadie quiere estar “detrás”, todos parecen querer que su “cuota” se vea… pero lo más superficialmente posible… Cuidado que alguien se distinga, que diga la palabra equivocada… No sea que te traten de loco, que te miren raro, que no entres en ninguna de las “categorías” aceptadas… Si te hacés notar más vale que no pases a ser un “quilomberito” como Tony Wilson… Figurar sí, pero quedarse en el molde…

¿Cuántos Tony Wilson necesitamos ahora, o estamos necesitando desde hace años? No sé. Tal vez cientos, tal vez uno o dos iluminados. Cuando uno dice que en las “escenas” (de Rosario, de Buenos Aires, de Nueva York o de Manchester) faltan “managers”, uno realmente no está pensando en los managers, que en general son todos unos garcas fenomenales. Uno en realidad está pensando en Tony Wilson… Pero es inútil explicarlo.

Tony Wilson “inventó” Manchester, la ciudad entera tal cual la conocemos desde acá, la ciudad del “rock y el fútbol”, como reza el pobretón cartel turístico de su estación de trenes. Es ese lugar que uno nunca pisaría si no fuera por las ganas de conocer The Hacienda o llevarse un pedazo del espíritu de Factory Records. Tony Wilson puso en el mapa una ciudad al norte de Inglaterra, pero el Servicio Nacional de Salud de su país le negó la plata que necesitaba para comprarse un medicamento para el cáncer. Sus amigos tuvieron que crear un fondo para conseguir parte del dinero.
Cuando leí esto se me podría haber hinchado la vena de la bronca, podría haber puteado por una injusticia, pero resulta que no. Resulta que me pareció de lo más natural y coherente. Resulta que pensé, con total serenidad: Qué bueno morir así, sin esperar ninguna recompensa especial por ser Tony Wilson, ni sacando chapa de nada para conseguir un subsidio, ni esperando una especie de “indemnización” por tu obra, ni con la agenda saturada de homenajes en tu honor simplemente porque todos saben que te vas a morir.
Tony Wilson nunca esperó llenarse de plata ni que le construyeran un monumento en el centro de Manchester. No tenía tiempo para esto porque estaba ocupado haciendo cosas mucho más importantes. La angustia que tengo ahora no es precisamente por su muerte, sino porque no puedo dejar de preguntarme: Qué estamos haciendo nosotros para vivir así, y qué vamos a hacer para morir de esa manera.