Querido Nacho:
Esperé todo un tiempo para escribirte esta carta. Leí en una entrevista que te impresionaba un poco que los periodistas escribieran cosas “completamente pasadas de rosca” sobre vos (sobre ti). Y bueno… lo poco que tengo para decir también está pasado de rosca, aunque dos meses atrás hubiese sido mucho peor… La idea inicial era escribir un posteo sobre tus discos, sobre lo extraño y feliz que fue descubrir toda tu obra junta y de un tirón, casi por casualidad… Pero la verdad es que no tengo con quién compararte, nunca fui capaz de extractar pedazos de tus letras para ejemplificar su belleza (quería transcribir las letras completas!), no conseguí redondear ningún concepto sobre alguno de tus discos ni hacer un miserable Top Ten de canciones (y justificarlo). Pensaba, y creo que con razón, que no encontraba las palabras porque a las palabras ya se las habían llevado tus discos.
Creo que fue en el 2003 cuando me pasaron un puñado de canciones tuyas en un CDR. Habré escuchado dos, mientras hacía alguna otra cosa. Tu voz me pareció sencillamente horrible y te descarté. “Ya bastante tenemos con aguantarnos los inventos de los ingleses y los americanos para venir a bancarnos un invento español”, pensé. Ya bastante también tenía yo con ciertos ídolos de mi ex novio de cuarenta y pico, que con las mejores intenciones me hacía escuchar sus discos de Serrat y de Sabina, y yo nada, de nada, de nada. “Ah, qué linda esa canción, después la escucho bien”, decía. Pero jamás toqué ni la tapa de esos discos. Nunca tuve onda con “lo español”. Debo tener solamente un 10% de sangre española. Con ese acento cerrado y los localismos a veces no entiendo ni la mitad de lo que dicen. Las letras de las canciones me quedan inconclusas, y ni hablar de los diálogos en el cine. Así que te fleté… un español… já, lo único que faltaba.
Hace unos meses tu nombre volvió a dar vueltas por el disco que sacaste con Enrique Bunbury, y a esa altura estaba un poco harta de que todo el mundo (bueno, se sabe que el mundo es pequeño) te conocía mientras yo seguía en la completa ignorancia. Así que anoté tu nombre en el Soulseek -más como un experimento que otra cosa, porque estaba aprendiendo a manejar el sistema- y ahí aparecieron tus dos primeros discos. Ver la cantidad de canciones ya me dio pereza, pero bué… No me acuerdo si fue “El callejón”, “Sólo viento” o “Noches de verano…”. Lo único que sé es que me quedé ahí, esperando el resto, y vino solo: en viajes en colectivo, en el camino al trabajo, en la espera del Multipago, en las antesalas de consultorios, en la cola del banco, en el cemento y en las sierras, y hasta adentro del supermercado, compitiendo con los televisores a todo volumen.
Lo peor es cuando se quedaban: cuando volvía del trabajo no podía sacarme los auriculares y las canciones seguían ahí, sin respetar la cena, ni el sueño, ni las llamadas que había que hacer por teléfono. En la interminable cola de un banco, para hacer un depósito, descubrí las mejores canciones que escuché en los últimos años, y me sentí la persona más privilegiada del mundo -en medio de semejante revelación- mientras los otros pagaban con gesto cansado sus resúmenes de tarjeta de crédito. Podría haberme quedado en el subsuelo de ese banco por años, mientras unos restaurantes trajeran la comida…
En un momento me asusté. Era lo único que estaba escuchando. El resto de la música que habitaba en el chuflito del MP3 era un decorado. Entonces te borré de ahí, y como te seguía escuchando en la computadora (ordenador) también te saqué de la máquina. Un día, camino al trabajo, me atacó como un síndrome de abstinencia, y en una disquería que quedaba justo al paso compré “Desaparezca aquí”. Hacía bastante que no entraba a una disquería… Es más, diría que los CDs me cansaron, y el solo contacto del plástico o el cartón de las cajitas me da una sensación alérgica. Pero esa vez no solamente compré un compacto que ya había escuchado mil veces sino que también mentí. Quedaba uno solo, uno solo de “Desaparezca aquí”, y estaba encargado por un tal Luis. Ahí nomás inventé que Luis era el destinatario del regalo (el CD) que yo quería hacerle, y por eso lo había reservado con su nombre. Y pagué el disco y me fui, sin pensar que estaba haciendo algo malo o desubicado.
Prender la computadora era otra tentación. Por supuesto que volví a bajar los discos (más los EPs), y leí entrevistas y miré fotos y videos. ¡Si hasta llegué a arrancar a escondidas la página de un diario (periódico) que traía una nota sobre vos (sobre ti)! Eso me pareció demasiado, realmente…Yo trabajo en un diario pero no leo diarios. Estoy saturada de la prensa. Pero ahí también me di cuenta de que el problema no son los diarios, ni las revistas, ni los sitios de Internet ni los blogs. A veces la cuestión no pasa ni siquiera por los que escriben ahí. El problema es la gente que aparece ahí, los sujetos de las notas, figuritas descartables sin el más mínimo misterio, ni dolor, ni sensibilidad, ni gracia, ni alegría. Ahí está, Nacho, una página de diario con tu nombre, una mísera página de diario que al menos al otro día no terminó en la verdulería…
En ciertas situaciones no sabía distinguir (como también me pasa con una banda uruguaya que me gusta): no podía saber si reescuchaba tus canciones para terminar de
descubrir las letras o si las repetía por el enorme placer de escucharlas. Y esa sensación de estar ante algo muy poco común, obviamente me alteró. Un día llegué a terapia y dije: “Hoy tengo que hablar de algo muy importante. Tengo que hablar de Nacho Vegas”. Fue el principio del fin, entre otros asuntos, después de cuatro años de análisis. A la psicóloga no le pareció para nada interesante hablar de un músico ni de lo que la música genera. Y a mí me pareció menos interesante hablar con alguien tan ignorante que no considera a eso como algo vital.
Cuando uno lleva muchos años escuchando discos a veces siente que no da para más. Que es todo parte de la misma rutina, que quisiera vender cada disco por dos mangos y largarse a hacer una vida al aire libre, una vida vagabunda, o meterse en política, o en causas humanitarias… yo qué sé… Algo que sea absolutamente distinto, y donde la música no interfiera con la vida, que sea sólo un sonido de fondo. Pero la cuestión es que ahora, la mayoría de lo que se edita o está al alcance de uno escuchar, ya es un mero sonido de fondo por definición, y si no interfiere es simplemente porque no tiene la capacidad de interferir.
Tus canciones hicieron que volviera a escuchar otras canciones que había abandonado. Más exactamente diría que me hicieron volver a escuchar, a secas. Es cierto que todas las cosas que vemos nos sobrevivirán, pero a mí me gustaría que te quedes mucho tiempo, todo el tiempo posible, y ojalá que esto que el negocio de la música ya querrá empaquetar con ansiedad para pasar en unos años a algo distinto, sea apenas un comienzo.
A los demás les parecerá una estupidez. Pero yo ahora me siento una persona más importante porque sé quiénes son Michi Panero, Mark Spitz, el capitán Ahab y Juanito Oiarzabal. También sé dónde quedan el barrio de Cimadevilla y el bar La Plaza. Acá es época de vacaciones de verano y la gente te habla de playas a dónde ir. Pero las únicas playas que yo quiero conocer son las de Gijón, lástima que queden taaaan lejos… Si hasta los españoles dicen: “Qué lejos que queda el norte”. Y aunque jamás pensé vivir en España (por eso de la falta de onda), ahora no me molestaría la perspectiva: sería capaz de aguantarme la sonrisa tonta de Zapatero, las barbaridades que dice Rajoy y la violencia criminal etarra… Seguramente estaré exagerando, y ya me pasé terriblemente de rosca, como mis colegas… Para no irritarte más te lo voy a decir (te lo diré) cantando: “Sha-la-la-ra-la-lá”. Y hasta siempre.