contra las cuerdas

Es una fiesta!


A propósito del Bue, Creamfields y el Personal

¿Por qué los festivales? No me gustan los festivales. Lo dije varias veces, pero esta es una actualización. Fui al Bue porque me había perdido a los Beastie Boys en los años 90 (grave error) y porque tenía ganas de ver en vivo a los TV On The Radio (a quienes me hubiese gustado ver en un recital, un recital aparte, pero parece que ese tipo de cosas ya no son posibles). ¿Peor es nada? No, peor son los festivales: esa cantidad de público “turista” ¿de dónde mierda sale? Los festivales baten récords en convocar a miles de personas, en un mismo lugar, que no tienen la más mínima idea (por no decir las más mínimas ganas) de por qué están ahí. Eso no pasa ni en los recitales, ni en los cines, ni en las canchas de fútbol, ni en los parques de diversiones, ni en las carreras de autos… No, solamente pasa en los festivales. Y si vos sabés para qué fuiste, y si estás esperando ese minuto cero en que la banda se sube al escenario, estás frito de cabo a rabo. Hay miles de personas dispuestas a cortarte el rostro: pasando y repasando incansablemente por los costados, hablando por celular, haciendo preguntas pelotudas, trasladando panchos y gaseosas, atropellando… Menos escuchar música, cantar y bailar, cualquier cosa… Adelante no se puede bailar, y atrás está esa tertulia que te saca de quicio. ¿A quién carajos se le ocurre tener una charla de media hora delante de un escenario que te está tirando para que te aturdas? Bueno, a veces ni eso… A veces, por el sonido, los escenarios de los festivales parecen quedar muy lejos…
Después está el concepto de los festivales… Esa maratón que se supone debe asegurar que la masa esté “entretenida”, contenida por una programación atestada de escenarios, horarios, una pretendida “diversidad musical”, y mucha, mucha publicidad y kiosco. Esto tal vez funcione en Glasto y todos sus hermanitos y primitos. Pero no en Buenos Aires. Y menos teniendo en cuenta que los line up son cada vez más mediocres. No es lo mismo este Bue, seguramente, que los anteriores (a los que elegí no ir). Y mucho más lejos está del festival que se hizo en el Campo de Polo con REM, Beck, Oasis y Neil Young. El “concepto” de festival, sin embargo, permanece y empeora: el deambular de escenario (es una forma de decir, son unos sucuchos) en escenario buscando batir el récord de bancarse a bandas de afuera exóticas por lo infladas, a bandas de acá (más infladas todavía) que a la semana van a estar repitiendo el mismo show en un bar de ahí a la vuelta y ni que hablar de toda esa manga de DJs de cuarta que no pueden hacer bailar ni a un chimpancé atiborrado de éxtasis… bueno, presenciar eso es la cosa más aburrida y agotadora del mundo. Quizás yo ya no esté para esos trotes. Pero lo cierto es que, si llegás a la siete de la tarde, porque quisiste ver a esa banda neoyorquina que programaron antes que al DJ Sacacorchos, a las 12 ya estás tirado en el primer sofá libre, pagando cualquier precio por comida y bebida, dándole tus datos a la primera promotora que pasa y, si se llega a subir John Lennon resucitado al escenario principal, que largue total yo lo escucho desde acá y listo. Esa es la “dinámica” que terminan promoviendo los festivales: no se me ocurre nada menos musical, creativo, comunicativo, intenso o entretenido (!) que eso.

¿Qué pasa con la música en vivo? Aunque el show de los TVOTR me gustó,
absolutamente en nada varió mi impresión sobre su último (y muy buen) disco.
Aunque el show de Patti Smith me retuvo desde el primer hasta el último minuto con un grado de atención (y fascinación, ah) que no esperaba de mí, es muy poco probable que ahora salga a reescuchar todos los discos de la mina que en su momento ni me hicieron cosquillas. Aunque el show de los Beastie Boys me dejó las pantorrillas doloridas y la boca seca, eso no tuvo nada que envidiarle a las veces que los escuché en mi casa a todo volumen, transpirando, llevándome puestos los muebles y descubriéndome después las piernas llenas de moretones. Además, el impacto de verlos en persona (aclaro que me divierte mucho la personalidad de los tipos, y encima me parecen sexies) por ahí se vio minimizado por la falta de esas pantallas gigantes de megarecitales que te amplifican lo que, a distancia del escenario, se ve como un muñeco de torta. Pero en los tres casos (a los que podría agregar tranquilamente a REM y a Oasis en aquel Campo de Polo) me fui del festival como si no los hubiese visto.
Para colmo, el rebote que tuvo esto –lo que es otra característica “auspiciada” por los festivales- me colmó la paciencia. Tanto en los blogs, los foros de todo tipo o las conversaciones que uno caza al vuelo (más adelante hablaré de la prensa) todo se reduce a comparar quién estuvo mejor qué quién, a quién el falló el sonido, quién actuó más o menos tiempo, quién fue demagogo y quién no, quién hizo los temas que “tenía” que hacer, quién le pijoteó a la puesta, etc. Esa suerte de competencia que establecen los festivales es tan inconsciente como ridícula. “Y lo mejor del festival fue: bla, bla, bla…”. ¿Qué es eso? “Fulano hizo esto pero mengano hizo esto otro”. ¿Qué clase de valoración crítica es esa? Ni una sola palabra sobre versiones, ni sobre emociones,
ni sobre actitudes en el escenario, ni sobre la básica diferencia de escucharlo en vivo o en la casa o en una disco.
Con estos antecedentes, no me quedaron restos para ir al Personal, por más que me prometieran que Ian Brown se iba a bajar del escenario para cantarme los temas de los Stone Roses al oído. Además, yo siento nostalgias por la guitarra de John Squire. Y, si así fuera, no quisiera ir más a un recital por nostalgia (y menos a un festival).
Quisieron armar una “jornada Manchester”… bueno, valoro el “esfuerzo”. Pero si escuchara a Bernard Sumner cantando un tema de Joy Division (todo para decir “yo estuve ahí”) lo colgaría de la misma soga que usó Ian Curtis. Y para traer al ex baterista de los Happy Mondays hubiesen puesto unos pesos más para traerlo a Shaun Ryder, aunque sea en silla de ruedas.

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Más allá de los festivales, es comprobable que hay un gesto agotado y de rutina en cierta música en vivo, como insiste Marcos Zurita, de Lunes Felices. Pero yo no quisiera caer con la guadaña de esa mirada descalificadora. El primer síntoma podría ser la prensa. Lo que eran críticas se parecen cada vez más a comentarios que a su vez se transforman en crónicas y lo único que tenemos al final son enumeraciones de canciones, declaraciones, cambios de vestuario, luces o escenografía. Dejando por un momento de lado la mediocridad, desidia y (completar a gusto) del periodismo rockero o como carajos pueda definirse, estas expresiones formulísticas también hablan mucho de lo que “baja” del escenario.
Basta con recorrer los títulos, ni hay que tomarse la molestia de leer las crónicas: Todo es “La clase de….(punk, rock, heavy)/ La lección de…/ La cátedra de…/ La gran fiesta de…./ El ritual de…./ Una noche de… ¡¡Es insufrible!!… Yo lo hice durante un buen tiempo. Y encima exprimiéndome la cabeza para zafar de la fórmula, cuando en muchos casos es 2+2=4 y punto. Cuando ya cubriste tres recitales de Divididos, Los Piojos o La Renga; de Charly García, de Spinetta o de Babasónicos, cuando se te terminan los títulos de discos tipo “Ritual de lo habitual” y todas esas truchadas, cuando ya no sabés qué artilugio inventar para abrir con una “cabeza” distinta y rematar diferente… te das cuenta de que el problema no está solamente en la achanchada prensa sino también en la música en vivo y la maquinaria que la hace andar.
Es obvio que el grado de conexión con una banda o solista en vivo depende casi totalmente de “la” empatía anterior generada por la música grabada, de la sorpresa y la adrenalina del primer contacto, etc. Pero sería fabuloso que pasara como con los discos -sin red- que nos generara ese estado de excitación, o de embelesamiento, de trance, de curiosidad, sin ningún tipo de “contrato” previo. A veces pasa… O pasa que puede transportarnos a una dimensión que no conocíamos en los discos, y que nunca vamos a conocer fuera de esas dos horas sagradas de recital. Así creo que es como caemos en la trampa de la música en vivo, de comprar otra entrada más a los “monopolios traebandas”, de buscar cubrir ese recital del que seguramente va a estar bueno escribir, o de ir a festivales que sabemos de antemano que son un asqueroso clavo. Estamos en la eterna búsqueda de “ese momento”, esos cinco, diez, veinte minutos de recital que van a estar AHÍ (¿dónde?) y en ningún otro lugar.
Yo he visto pocos recitales. Pero los suficientes como para querer volver. Recuerdo salir del recital de Jesus & Mary Chain y caminar durante horas sin ningún rumbo, con los sonidos del show en la cabeza. Todavía siento cómo me temblaban las piernas cuando los Stones salieron por primera vez en River. Cuando me siento mal o estoy triste, solamente cierro los ojos y trato de escuchar el aplauso de bienvenida de ese día, un aplauso contenido por años y años. Puedo ver como si fuera hoy a un estadio embobado escuchando el final de “Layla” mientras a mí me dolían las palmas de tanto aplaudir (después, el segundo recital de Clapton, fue un embole). Recuerdo a Bowie llevándose el dedo mayor a la boca en “China Girl”, simulando un desmayo después de “Ashes To Ashes” y cantando con un esfuerzo titánico “Ziggy Stardust”. Recuerdo cuando Jagger me hizo llorar cantando “You Can’t Always Get What You Want”, y cuando entré asustada al recital de los Guns ‘n’ Roses por los insistentes rumores de quilombo… Recuerdo la espalda de Iggy Pop, doblándose, y cuando me acerqué al escenario para comprobar si Bryan Ferry “realmente” estaba cantando… ¡Ah, y la guitarra de Neil Young bajo la lluvia! ¡Y ah… no se puede enumerar todo (como en las crónicas)! Una sola vez vi a Sumo. Y no lo pude olvidar jamás (eso que lo intenté, por diversos motivos). Una sola vez vi a Melero. Pero cada vez que escucho un disco de él puedo “ver” ese recital. Me quedó grabado cada detalle del lugar, la ropa del tipo, todo. Y en ese entonces apenas conocía un par de temas de él.
Recuerdo también lo que no quiero recordar. Recitales que me mandaron a cubrir, quebrados por algunos de esos “momentos”. Recuerdo salir del show de los Backstreet Boys en River, recargada de una energía sexual adolescente después de una sobredosis de meneos y gritos, una sensación totalmente perversa cuando uno es adulto… También un recital de Sting en Vélez (el último que dio acá, creo), ese tipo de recitales que uno escucha pensando en lo que va a hacer al día siguiente. Recuerdo que por unos minutos, en una de esas baladas de “Ten Summoner’s Tales”, me emocioné mal, muy mal, ahí bajo la luna y el silencio del estadio. Dudo que haya escrito sobre eso en el comentario de aquel recital. Realmente lo dudo.

¿Hay que volver a colgar al DJ? “¡Fue una mierda, loco, todos tocaron lo mismo, una mierda!!”. Eso decía un pibe a una cámara de no sé qué canal cuando salía de Creamfields. El mismo día, un portal de Internet hablaba de “El ritual de una fiesta ineludible”. Bueno, yo siempre pude “eludir” Creamfields. Y conozco a bastante gente que también. Y estoy hablando de ravers veteranos de pura cepa (me incluyo, más por lo de veterana que por otra cosa). No quisiera salir con expresiones del tipo “se terminó la era de los DJs y ahora viene otra cosa”. Eso no conduce a nada. Siempre hay alguien haciéndolo ahí afuera. Y haciéndolo bien… En Inglaterra incluso se habla de un regreso a la escena clubber. Quién sabe. Habría que estar allá para verlo. Pero lo que es acá… Yo salí horrorizada del Bue en ese sentido, más que en ningún otro. Y hablo desde un DJ Tortuga hasta los mismísimos, mismísimos Daft Punk. Esto no es nada nuevo. Convengamos que, de un tiempo a esta parte, si los DJs con más o menos talento tienen que recurrir a meter un tema de Primal Scream (por ej.) para levantar la pista es que la cosa se viene en banda… es que están “pasando discos, nomás”, como decía Pappo.
¿Cuándo se cayó la movida de las raves acá? Bueno, más o menos cuando empezó Creamfields, a fines de los 90. Y empezó más o menos cuando se cayó la movida de las raves “allá”, a principios/mediados de los 90. Creamfields terminó por industrializar, mediocrizar y marketinear ese deseo primario de comunicarse con los demás mediante el baile, teniendo como médium al DJ. Si las fiestas electrónicas consistían en “celebrar la celebración”, como una vez lo describió Simon Reynolds, Creamfields lo transformó en celebrar Creamfields, en celebrar una marca. Eso no pasa ni siquiera en los festivales de rock supersponsoreados… Claro que el fracaso estrepitoso de las drogas de diseño ayudó. Creo que la gente no hace más que buscar la adicción en las drogas, alguna cosa que permanezca en una cultura donde impera lo efímero, y el éxtasis y sus parientes no les proporcionaron eso. Con el tiempo se volvieron a consumir las absolutamente fieles y letales drogas sacadas de plantitas y, para ponerlo en términos muy poco académicos, todo se fue al garete.
La música es otro cantar. Para los que veníamos de la cultura del rock indie de los 80,
y de mucho más atrás también, para los que teníamos la cabeza quemada con el noise, el dark, el post punk, el punk, e incluso el tecno de los 70, no fue fácil dejarnos llevar por la dictadura de los DJ. Yo recién cambié de opinión en el 95, cuando escuché el “Exit Planet Dust” de los Chemical Brothers. Y eso que ya estaba lo convenientemente madchestereada-houseada-hiphopeada y mo’waxeteada… Pero los Chemical Brothers me volaron la cabeza. El “Exit Planet…” era el disco que todo rockero que fantasiara con bailar una hora seguida quería escuchar. Y no me importa que me digan que es grasa, o que los Chemical fogonearon el concepto de DJs=estrella de rock. Tal vez lo digo porque, paradójicamente, nunca los vi en vivo. Si así fuera quizás me hubiese asqueado ver a la multitud adorando al DJ no ya como médium sino en el centro de la escena, con la música y el baile tirados a un costado del predio.
Recuerdo que cuando escribí una reseña de “Surrender” (1999), y le puse como título “Los últimos días de la rave” (a los diarios les encantan esas pelotudeces) mis amigos opinaron que el título era “tremendista”, y que además había equivocado cualquier tipo de pronóstico porque finalmente el disco cortó hits como “Hey Boy Hey Girl” y “Out Of Control”. Pero viéndolo en perspectiva ese disco fue una suerte de canto del cisne de los Chemical. Y si vamos a evaluar las cosas por el éxito y los hits… Bueno, ahí tienen a Creamfields, que cada vez convoca a más gente y así estamos.
Ya para fines del 99, también, se habían consumido los mejores discos de Underworld,
de Prodigy, de Fatboy Slim, de Lo-Fidelity Allstars y hasta de Death In Vegas (y muchos más que no recuerdo). Y en ese ínterin (97-2001) no va que aparecen los Daft Punk. La primera sensación que tuve cuando escuché por primera vez a los franceses fue la de haber estado escuchando tecno durante 10 años al pedo. Y cuando en el 2001 empezaron a machacar con los hits por todas partes esta sensación se convirtió en pura irritación. Tantos años tratando de endurecer la máquina hasta que quedara como un perfecto cristal de roca para que vengan estos franchutes a (recurriendo otra vez al crítico de DJs Pappo) “ablandar la milanesa”. Tantos años de disfrute de una adultez hedonista, que se había sacado los grilletes de los pies para ponerse a bailar, que se había afirmado en un presente constante y consciente… Y cayeron estos muñecos con una ética y una estética pseudo-infantilista, retro-futurista… ¡Y todo el mundo chocho… a bailar, a bailar!! A pegar saltitos de jardín de infantes!! A llevarle flores a la maestra!! A mirar el video del platito volador!! A bailar en la guardería del Studio 54!! ¿Qué me vienen con las reminiscencias de Kraftwerk? Por favor! ¿Nadie ve/escucha las diferencias? ¿Qué me vienen con la música disco de los 70? ¿Alguien me explica cómo se baila “One More Time”, por favor?
El show de los Daft Punk en el Bue (uno puede insistir con que ellos no estaban y es lo mismo. En definitiva, uno de los objetivos de su puesta es que sea lo más despersonalizada posible. No se sabe en beneficio de qué, pero es así) parecía la traslación a estadio de un show de supermercado (Carrefour?) para entretener a los pibes mientras los padres cargan el changuito. A veces parecía un cumpleaños de 15 con todo ese lucerío efectista, pero con miles de espectadores. Nadie cumplía años y nadie estaba festejando. Que la paren con el macaneo ese, tan reiterado, de que tal grupo convirtió tal lugar en una discoteca gigante. Basta. Es harto evidente que la gente salta, como mucho, durante el primer minuto de un tema, y después no queda ni un simulacro de baile. Es lógico que una generación atornillada a las computadoras no tenga estado físico ni para correr al baño, pero bailar es un instinto ante la música que ninguna flojera de piernas puede parar. Eso sí, cuando la música no lo provoca, cuando es un hueco gigante por donde todo se pierde… hay que quedarse mirando cómo van y vienen las luces. Así me quedé atónita mirando todo el show, sin ni siquiera enojarme, rumiando por dentro qué pudo haber hecho la música electrónica, el dance, ¿el pop? para merecer a Daft Punk. No sé… Quizás, con las mejores intenciones de salir un poco de la asfixiante escena anglosajona, a algunos se les fue la mano con el hypeo de los franceses… Air, Biolay, Daft Punk… Yo no me trago una píldora más que venga con una postal de la torre Eiffel. No sé… Habrá que escuchar primero.
Mañana, en el mismo lugar, estarán el ex bajista de los Smiths y el ex batero de los Happy Mondays haciendo de DJs. Impresionante. Nos convertimos en el gran orfanato de los DJs perdidos del mundo. Habría que crear un centro de apuestas para ver quién viene en el 2007. De todas formas, no hay de qué preocuparse. Ni siquiera hay que comprar los diarios del domingo, del lunes o del martes. Todo va a ser una fiesta, y qué fiesta, ineludible o inolvidable.