contra las cuerdas

La reputa madre!!!!!!!!!

Los Stones tocaron "Bitch" (con razón llovió)!!! La gente ni bola. Y el martes hicieron "Shattered", "Worried About You" y "Midnight Rambler". No las cantó ni el loro. No me importa!! Todos están hablando de los "incidentes", como si estuviésemos en Suiza... Por favor... Ne-ver-mind!! (en breve algunas boludeces más para la pequeña secta stone de la blogosfera).

Brothers in punk

Todo estaba tranquilo en el barrio hasta que llegaron los hermanos Prevignano. Con “tranquilo” me refiero a que mis propios hermanos, Pablo y Luciano, eran dos pibes que nunca habían tenido “problemas” en la escuela, jamás se llevaron una materia a marzo, no ostentaban ninguna excentricidad, jugaban al fútbol, miraban la tele y eran familieros, más allá de algunas típicas _y pocas_ discusiones con mis viejos. Freddy y Orky Prevignano, en cambio, venían de alguna parte del Gran Buenos Aires, un territorio que desde entonces _y desde antes también_ siempre fue una especie de tierra exótica para mí. Cuando camino por Rosario y quiero imaginarme en un lugar mejor _entienda lo que se entienda por “mejor”_, no me veo caminando por ninguna ciudad europea, ni por California ni por el Caribe. Me veo caminando por
Lanús, Avellaneda, Adrogué, Burzaco y tantos de esos lugares con nombres de “trenes”. Tal vez sea por los Prevignano…
Freddy tenía los pelos parados, amasados con Plasticola _eso decían mis hermanos_, una nariz un poco ganchuda y un costado del labio superior medio levantado, como en un gesto de permanente desprecio que por momentos metía miedo. Era como si una foto de Sid Vicius te estuviese hablando (en castellano!) y se estuviese moviendo. Daba impresión. Yo no sabía para dónde disparar cuando asomaba los pelos parados por el living de mi casa. Recuerdo que agarraba mis vinilos y me iba rapidito a mi pieza. Tenía terror de que hiciera un comentario despectivo sobre mis discos, o que directamente los escupiera.
Los Prevignano llegaron al barrio con una misión estratégica que se iba a cumplir al pie de la letra: vinieron a inyectar el virus de Los Ramones hasta convertirlo en una verdadera pandemia. Y lo peor es que no vinieron solos: como si un historiador (o un cronista de la NME) les hubiese diseñado un escenario, cayeron justo con el super revival punkie de fines de los 80 y principios de los 90: desde los hits de Attaque hasta los hits de Green Day… estaba todo servido.
Yo miraba esa movida de reojo y con bastante desconfianza. Para ese entonces se puede decir que yo era “una punk de biblioteca”: Sabía todo lo que “había que saber” sobre la historia del punk y había escuchado algunos discos “esenciales” que sugerían ciertos librejos. Pero no pasaba de ahí. Mis intereses y pasiones estaban tan enfrascados en los Stones, los Beatles, Bowie, Velvet Underground, Iggy Pop, Bruce Springsteen, Bob Dylan, los Pixies, los Happy Mondays y tantos otros que los demás eran apenas apuntes, “contexto” de lo que a mí me gustaba. En el fondo, y en la superficie, pensaba que los Sex Pistols, por poner un ejemplo emblemático, eran una bandita de cuarta con mucho marketing y una bestia detrás llamada Malcolm McLaren. Pero nada más.
Para colmo, yo no tenía ninguna vacuna para contrarrestar el virus, porque, en mi papel de “hermana mayor”, había sido un completo fracaso. Cuánta envidia siento todavía cuando algunos pibes relatan que escucharon su primer disco de Zeppelin, de Clapton o de Pink Floyd gracias a sus hermanos mayores…Shit. Yo jamás conseguí que mis hermanos escucharan un fucking disco de los Beatles, los Stones o David Bowie. Es más, creo que mi misma obsesión terminó por ahuyentarlos, por ni hablar que siempre era motivo de cargadas y risas. Nunca voy a olvidar unas vacaciones bastante accidentadas en Miramar, cuando mis hermanos se divertían escenificando mi supuesto suicidio en caso de que los Stones se separaran.

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Mientras, el “método” de los Prevignano avanzaba a pasos agigantados, y sin ningún esfuerzo… Si hasta mi vieja andaba diciendo que le gustaban algunas canciones de los Ramones! Eran más pegajosas que toda la plasticola que se mandaba Freddy en el pelo! Y las cosas no quedaron en los discos que no paraban de sonar, ni en las remeras, ni en los viajes a los recitales de los Ramones. No. Freddy andaba liderando una bandita que habrá tocado un par de veces. Recuerdo vagamente el relato de mi hermano Pablo sobre uno de esos recitales: un bardo mal en un club de Puerto San Martín (ciudad cercana a San Lorenzo, de ambiente bastante pesuti), donde volaban botellas, escupidas y hasta el precario escenario entero. Estas anécdotas eran divertidas, y yo ya estaba bastante del todo entusiasmada escuchando detrás de la puerta de mi inviolable dormitorio los sonidos de los Ramones, Green Day, los Clash y los Pistols que llegaban desde el living o desde la pieza de mis hermanos.
Incluso traté de congeniar con el “grupo”, pero fue un error. Los “chicos” querían hacer un programa punk en una radio local, y como yo ya había hecho varios programas de rock me metí para darles una mano. Llegamos a una FM super-trucha (unos equipos viejos amontonados en un garage de puertas abiertas, donde se “colaban” al aire los ruidos de los vecinos que pasaban) en un Falcon beige totalmente destartalado, propiedad de la familia Prevignano. Cuando bajamos del auto parecíamos una banda de mafiosos con esas cazadoras negras y discos en lugar de armas. Como yo no tenía discos punk “propiamente dichos”, Freddy me concedió la licencia de llevar uno de los Guns and Roses. Toda una delicadeza de su parte… Pero apenas empezó a sonar el tema de los Gansos Freddy me disparó una mirada amenazadora y dijo: “Me parece que nos equivocamos…”. Silencio! Dios… “Me parece…”. Ahí nomás, para no terminar llorando por el nudo de bronca que me apretaba la garganta, empecé a elaborar un discurso de insultos mentales para responderle a Freddy: “A mí también, me parece, Freddy, que vos sos un punk de mierda imbancable, un arrogante en base a nada, que tenés casi mi edad y no escuchaste ni la mitad de lo que yo escuché, que traje esta grasada de los Guns porque se aproximaba más a tu propia grasada, porque si hubiese traído un disco de los Pixies o de Joy Division seguro que me hubiese equivocado más todavía…”.
El programa fue debut y despedida. En un momento Freddy mencionó la palabra “quilombo” (o algo así) y el dueño de la radio (que tocaba en un grupo de cumbia, “o algo así”) empezó con el verso de que esas palabras no se podían decir porque le iba a “caer” el Comfer… “¿Qué le pasa a este tío?”, preguntó Freddy con ese aire bien pendenciero, mientras mis hermanos trataban de contener la risa delante del dueño de la radio y su parodia trucha. Entonces nos subimos al Ford y nos fuimos, por uno u otro motivo, casi con la misma bronca con la que habíamos llegado.

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Mi familia miraba la “transformación ramonera” de mis hermanos y su grupo de amigos con esa cara de inevitable concesión a las locuras de la adolescencia. Y de alguna manera todo seguía “tranquilo” hasta que, literalmente, estalló una bomba…
Orky Prevignano no tenía la apariencia intimidante de Freddy, pero igual era un chiquitín colorado de temer. Cada peca en la cara del Orko _como le decían en su entorno_ era una especie de “contador” de los quilombos (¡la palabra innombrable!) que le gustaba armar por ahí.
El Orko también era mucho menos marginal que su hermano mayor, y por eso iba al prestigioso colegio San Carlos, a un curso contable (no recuerdo el nombre) diseñado especialmente para “chicos inteligentes”. Fue ahí, entre esas paredes centenarias, muy cerca del convento que pisó el mismísimo San Martín, a metros de la sombra del pino histórico donde San Martín escribió una carta (histórica) y enfrente del Campo de la Gloria donde San Martín peleó su única batalla en suelo argentino, fue ahí donde el Orko y sus amigos metieron una bomba de estruendo que le voló el pelucón a la directora del colegio y al párroco que se dormía sobre la Biblia los domingos (en un “hecho” que tal vez se convierta en “rating histórico” para los bisnietos de Pigna y Pergolini).
En San Lorenzo se escuchaba un solo comentario: “Pusieron una bomba en el San Carlos”. Y había todo un debate sobre quién “en la banda del Orko” había puesto efectivamente el encendedor sobre la mecha. Los padres de los “chicos” pensaron que todo el “quilombo” se iba a arreglar hablando con algún curita “progre” aquí y allá. Pero no. Después de un agrio entrevero de delatores y delatados, a la “bandita de la bomba” le pegaron un soberano revoleo en el traste y la mandaron al Nacional 2, un depósito de alumnos vagos y repetidores, un aguantadero de adolescentes descarriados.
Para mi familia, igual, esto no hubiese pasado de un escandalete local si no fuera porque en la “bandita” figuraba el Hori, el novio de mi prima Paula. El Hori era un santo que todavía hoy escucha a Floyd, pero que en ese entonces, como la mayoría, terminó arrastrado por la fiebre ramonera. “¿Viste lo que pasó?”, me decía mi abuela materna. “A Horacio lo echaron de la escuela”. En esos comentarios yo sentía el tufillo de lo que toda la familia estaba pensando: “Los chicos cambiaron cuando a empezaron a escuchar ESA música…”.
El estúpido incidente de la bomba fue un bochorno para mi familia de clase media y “buenos alumnos”, alumnos que jamás iban a ser expulsados de sus escuelas. Y ahora me doy cuenta de que mi prima sobrellevó el asunto con mucha dignidad y paciencia. Era el tipo de “fatos” sobre los que mi abuela te hablaba en voz baja en la cocina, casi en secreto, como si todo San Lorenzo estuviese escuchando.
Aunque no recuerdo bien las circunstancias, estoy casi segura de que, en el fondo, el affaire de la bomba terminó alejando a mis hermanos de las prédicas de los Prevignano, como si alguien hubiera impuesto un límite de hasta dónde podía llegar su pequeña aventura.

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Mis hermanos no tienen ni idea de todo lo que me “dejaron” a mí. Y menos que menos los Prevignano. Tal vez se enteren ahora. Aunque espero que no. Yo ahora podría decir que Johnny Rotten es uno de los mejores cantantes de la historia del rock, y Steve Jones uno de los mejores guitarristas. Yo ahora podría prescindir de un montón de discos, menos de los que considero atados a esas cuatro letritas: p-u-n-k.
Siempre me causó gracia esa estéril competencia de ver quién es más punk que quién: quién tiene la esencia, quién la tiene “clara”, quién es el careta, quién tiene solamente la remera y quién tiene la posta con los discos raros y el libro “Rastros de carmín” en la casa, entre otros librejos. Yo no tengo una definición del punk, ni la quiero tener. Ya la tendrán un montón de periodistas, críticos y músicos. A mí no me interesa. No me interesa medir las cosas según un supuesto punkómetro.
“¿Y a vos ese disco te parece punk?” Es una pregunta que escuché millones de veces. Y sí… Me di cuenta cuando las pantorrillas me dolían a morir por los saltos, cuando prácticamente me desmayaba después de tres temas y quedaba tirada en un sillón, escuchando el resto del disco sin resistencia. Me di cuenta cuando llegaba del laburo, de la calle, de la inevitable miseria y falsedad de un montón de gente y no había (y no hay) otro desahogo que escuchar esos discos que concentran toda la furia del mundo, de este mundo y de los que vengan.
No conozco ninguna música que prometa más futuro que la música del no future. No conozco ninguna música que te haga salir a la calle con las ganas, el convencimiento y la esperanza de destruir lo impuesto, lo falso, lo miserable, lo superfluo, lo descartable, lo represivo, y después construir, a partir de ahí, lo que uno quiera.
Yo hablo principalmente por los Pistols, The Clash, Fugazi, Black Flag, Minor Threat, los Dead Kennedys, los Stooges, Richard Hell, Minutemen y sobre todo por Hüsker Dü (que un amigo dice que es un grupo “pop”, qué risa). Otros seguro hablarán por muchos otros grupos. No sé. Lo único que sé es que cuando escuché por primera vez el arranque de “Warehouse…” con “These Important Years”, y el final con “You Can Live At Home”, descubrí que el punk también podía ser sublime y poético. Yo no sé cantar y no me gusta tocar la guitarra, pero si me viera obligada a estar en una banda no dudaría un segundo qué hacer: tocaría completo el “New Day Rising”, y si pudiera también el “Warehouse”. Y si quisiera mandar a pasear a medio mundo tocaría el “Zen Arcade”. No hay nada más efectivo que este disco para alejar a personajes molestos… Siempre soñé con una banda que ensayara a la vuelta de mi casa y sonara como los Hüsker Dü, como Fugazi o como los Replacements (otro de mis grupos “punk” favoritos, qué risa), pero eso nunca pasó.
Lo que tampoco nunca pasó es escuchar el nombre de estos grupos de boca de algunos etiquetados punks argentos que me tocó entrevistar. Un Ciro Pertusi, por ejemplo,
se estiraba hasta los Stiff Little Fingers, y los Bulldog hasta los Misfits. Pero el asunto de las influencias, especialmente en las bandas locales, no para de dar vueltas alrededor de la calesita ramonera.
Con respecto a los Ramones en sí… bueno, nunca me terminaron de fascinar.
Creo que es por la voz de Joey. Siempre me pareció algo fría. Es más, no tengo ni un solo disco de los tipos en casa, tal vez porque los recuerdo de memoria de tantas pasadas que les daban mis hermanos. Sin embargo, cuando murió Johnny Ramone, yo misma me vi sorprendida llorando en el baño del diario. Me enteré de la noticia ahí, por un cable de agencia. Por supuesto que yo quería darle una cabeza de página al obituario de Johnny, pero ¿adivinen qué? ¡No había foto! Entonces se publicó un miserable texto a dos columnas con un título que no voy a olvidar jamás: “Murió Johnny Ramone” (cuando murió Joey apenas sacamos una columna con una foto chota y el título: “Murió Joey Ramone”). Recuerdo que antes de liquidar las dos columnas tuve que disparar al baño para llorar de la bronca: por las dos columnas, porque no había foto, por la muerte de un hombre joven, por todos esos guitarristas que imitaban a Johnny tocando con las piernas abiertas y por mis hermanos riéndose de esa pose del tipo y de su inamovible flequillo, mientras escuchaban ese riff número 1.200 como si fuera el primero.

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Demás está decir que mis hermanos dejaron de escuchar punk: Luciano
se convirtió en un fanático de Los Palmeras, argumentando, con sus particulares teorías, que la cumbia santafesina es más “posta” que lo más punk de lo punk. Pablo prácticamente dejó de escuchar música, aunque todavía se entusiasma cuando le llevo un nuevo CD de Green Day, y la otra vez andaba enculado porque “tenía” que ir a un casamiento y se iba a perder el recital en Rosario de Marky Ramone (al que Luciano fue con sus amigotes, obviamente…).
De alguna manera todo volvió a aquella vieja “normalidad”: mis hermanos terminaron de estudiar y ahora trabajan en empresas grandes. Son eficientes y responsables. Tienen planes de casamiento y terrenos donde van a levantar sus futuras casas familiares. Yo podría mirar eso con cierto escepticismo. Pero resulta que no. Para nada. Yo sé que nadie les puede quitar ese microscópico momento de rebeldía en su vida: eso escuchar lo que sus padres jamás hubiesen escuchado, de ir recitales a los que sus padres jamás hubiesen ido, de comprar discos que otros pibes de la escuela jamás hubiesen comprado, de ponerse remeras distintas a las Topper o las Adidas. Fue un instante, y cuando pasen más los años no va a ser ni siquiera una sexagésima de segundo, ni un recuerdo perdido. No importa. Va a estar ahí siempre, como esas enfermedades escondidas que nunca salen en los análisis. Va a estar ahí siempre, como el tatuaje con el escudo de los Ramones que tiene mi hermano Pablo en el brazo. Now I got a reason to be waiting!, tengo una hermosa razón para vivir: quiero ver qué le contesta mi hermano a sus hijos cuando le pregunten por ese escudo, y quiero ver ese escudo cuando se empiece a arrugar también...
El último cumpleaños de Pablo terminó con mi familia y sus amigos _todos alguna vez fundamentalistas ramoneros_ cazando en un zapping un programa de trasnoche en Fox Sports, donde casualmente estaban tocando Los Violadores, con Pil Trafa como único líder, miembro original y gestor. ¡Miralo a Pil!!, decíamos todos. Era una risa tras otra, un chiste tras otro. “Che, no está para nada mal Pil, no está hecho mierda. Tiene más dientes que Charly García”, comentaban. Debe haber sido el mejor final de cumpleaños para mi hermano… Pero cuando empezaron a tocar los viejos hits, todos nos quedamos callados, demasiado callados, seguramente pensando que en algún momento fueron grandes canciones, y significaron mucho para nosotros solamente por un riff y dos frases pelotudas. Nunca escuché tantas risotadas seguidas de un silencio tan profundo…
Ahí se me ocurrió romper ese silencio incómodo haciendo la más incómoda de las preguntas. Ya que estábamos viendo por la tele a esos viejos punks haciendo las viejas punkeadas de siempre, pregunté casi en voz baja qué era de la vida de Freddy. “Freddy, ho, ho, ho”, se río mi hermano. Los pibes me contaron que lo habían visto hace poco, en una reunión de amigos, que trabajaba en algún lugar del cordón industrial y que vivía en pareja. “Pero ya no escucha más punk”, me aclararon por las dudas. “Ahora está más tranquilo, Freddy, ho, ho ho. Nos dijo que escucha Coldplay, ho, ho, ho. ¿Puede ser? ¿Coldplay?”, me preguntó mi hermano Pablo, con un poco de cara de “qué desastre, qué vergüenza”… “Sí, Coldplay”, le contesté. “Y bueno, es un grupo que tiene un par de lindas canciones”, agregué enseguida como para arreglarla, y sobre todo para que no se extendiera ese silencio post-Violadores.

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Tengo el presentimiento de que nunca me voy a volver a cruzar con Freddy. Ni siquiera podría reconocerlo por la calle. Pero en esa dialéctica tan estúpida de quién es más punk que quién, una vez me imaginé encontrarme con él en el Easy, el Coto o la peatonal, esos lugares deprimentes donde se encuentra la gente que no se ve desde hace mucho tiempo. Imagino que yo estaría ridículamente flaca, con un jean y una remerita planchada de Fugazi o los Pistols. Y él estaría con panza de cerveza, una chomba de “no marca” y en bermudas, tipo Homero Simpson. Entonces yo lo miraría con una sonrisa desconcertada y él solamente me devolvería ese simpático gesto de altanería y desprecio, un gesto que, estoy segura, ninguna balada de Coldplay ni el cansancio de un laburo rutinario pudieron borrar. Y ahí sí que, hermanos en el punk como somos, con todos mis discos-cassettes punks bajo el brazo, con mi “Rastros de carmín” estratégicamente subrayado, con mis estúpidos datos de la historia del punk, sentiría que me tiemblan las rodillas, que se me seca la boca y que una voz me atraviesa la cabeza diciendo: “No, sabés que no, yo nunca voy a ser más punk que vos”.