contra las cuerdas

Las mejores canciones del siglo

Esta década empezó a entrar en tiempo de descuento y todavía “no pasó nada”. “¿Viste que no aparece “la banda”?”, me dicen. “Son todas iguales”. “¿Dónde está la banda que llene estadios, que nos guste a todos, a los críticos y a los rankings?” “¿Viste que nadie se fija en los solistas?”, comentan. “Están esperando que se escape alguno de los grandes viejos grupos para ir a ponerle una corona de rey único”. Escucho gente decir que se viene la nostalgia de los 90, de tan desérticos que están los 00. La nostalgia está cada vez más acelerada. Y sí, de sólo pensar en los discos que salieron en el glorioso 95, justo una década atrás, te dan ganas de escaparte por el túnel del tiempo. Pero no, gracias… Ahora se reúnen los Dinosaur Jr, las ex glorias del brit pop sacan sus cositas, y ya me aburro de pensar en un próximo CD de Radiohead que explique con metáforas los atentados del 7 de julio. Yo paso. Además, con Coldplay y todo su proceso de clonación diría que la casa de los 90 ya está más que ocupada. Y del resto de las décadas, bueno… siempre vamos a estar hablando y extrañando de alguna manera al siglo XX, con la carga y la bendición que eso significa.
Lo que me extraña es que algunos estén esperando que les sigan sirviendo en bandeja “la banda” o “el solista” de los 00, la “escena iluminadora” de esta década, todos juntitos en la tapa de una revista, de un sitio web, con maquilladores y luces especiales, cuando ese método de “presentación” ya no existe, pertenece a un viejo orden del mercado discográfico y sus reglas de distribución y difusión. Hace rato que la música se vuelve cada vez más inaprensible, escurridiza por los laberintos de la red. Hace rato que discutimos sobre discos sin tapa, sin booklet, sin video, sin data, y pagamos por eso un dinero que –se supone- es el precio de una libertad con la que muchas veces no sabemos bien qué hacer.
Del otro lado del mostrador -de los que esperan “la escena” en bandeja- hay algo que para mí es sencillamente aterrador: todas esas bandas que son tan pero tan exprimidas en sus discos debut que al poco tiempo ya no les queda resto. Se cansa la gente, se cansa la prensa, se cansan los críticos y finalmente (¿o son los primeros?) se cansan los músicos. Con apenas un disco sufren un agotamiento por sobreexposición que otros grupos experimentaban décadas atrás recién después de cinco o seis años de carrera.
Con este panorama yo a veces tendría ganas de irme a dormir y que me despierten dentro de diez años… Y entonces ver “qué pasa”, como dicen algunos… Pero así es que con el reloj desfasado y todo (desfasado por esta sobredosis involuntaria de “retro” y también por la falta de paz en ese tiempo llamado “presente”, en el sentido de la velocidad y la dispersión que imponen la compresión del sonido y la disponibilidad de música en Internet) alguien que no busca encuentra, sin ningún sentido determinado y desde el mismo clima de decepción, su propia “escena”: un grupo de discos desperdigados, un puñado de nombres que aparecen y desaparecen de los medios, unas cuantas canciones que se repiten y se repiten en el discman, y la irremplazable sensación de entusiasmarse con cierta música de ese tiempo (insisto) llamado “presente”, de poder defenderlo y decirlo ahora, y, mejor todavía, sin la presión de haber descubierto ninguna “gran cosa nueva”, ni referirse a “revelaciones”, y mucho menos tener que “venderlo” de esa manera.

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Uno de los primeros posteos de este blog fue sobre Ryan Adams (“Rescatando al soldado Ryan”), un texto que nadie leyó y que tampoco nadie leería ahora. No importa. El año pasado elogié sin titubear el último disco de Rufus Wainwright, cuando el tipo ya estaba “pasado” del status de revelación y bastante quemado por los medios. No importa. Un poco tarde descubrí al “imbécil” de Conor Oberst (alias Bright Eyes) y hace unos meses nomás me topé con el adorado Antony (& The Johnsons) y ese personaje fronterizo llamado Sufjan Stevens (digo “fronterizo” porque está parado justo en la línea desde donde, por sus credenciales, yo le hubiese dado una patada para el lado del lo-fi y lo más pecho frío de la escena postrockera de Chicago y me hubiese dormido eternamente con sus discos). Pero no importa…
Este rejunte de parlanchines, aspirantes a estrellas de segunda fila, militantes gay, borrachines y cristianos tienen muchas cosas en común, además de ser norteamericanos y de haber editado la mayor parte de su discografía después del 2000. Desde miradas muy diferentes todos se muestran desde sensibles, dramáticos y excesivos hasta desbordados, cursis y lastimeros. Parece que tienen una necesidad tan grande de decir que terminan creando la necesidad de escucharlos. Tal vez de ahí tanto “bochinche”, tanta melodía recargada, tanta voz melodramática, tanta letra descarnada, tanta instrumentación o tantos arreglos para una sola, una simple canción.
También son la contracara de una escena menos ruidosa pero paradójicamente más identificable: me refiero a Devendra Banhart, Iron & Wine, Joanna Newsom, Vetiver y demás representantes de la escudería “alt folk”. Todos ellos tienen un barniz de prestigio indie-lo-fi heredado de los 90 que Ryan Adams nunca tendrá y Oberst tampoco, aunque edite por su sellito de Nebraska y sea caritativo con los “nuevos talentos”. No es una cuestión de formas y oposición, es una cuestión radical de expresión, y tal vez más que eso, ya que a esta altura me animaría a decir que el lo-fi es un estado anímico y una filosofía de vida en sí, más que el deseo de expresarlo. En ese sentido, los Wainwright, Antony y compañía marcan un corte de década (superficial, de etiqueta periodística, sí), pero un corte al fin con respecto a esa suerte de militancia lo-fi de los 90, que a fuerza de guitarrita + voz anémica + lírica difusa (para hacerla corta) dejó por otros rincones un gran silencio y muchas cosas sin decir.


La escena invisible

Los “sensibles, dramáticos y excesivos” no son desconocidos para nada: tienen prensa, sellos discográficos, sus nombres corren llenos de elogios por Internet… Sin embargo, son parte de una escena invisible, desparramada por todos los puntos de Estados Unidos (Michigan, California, Nueva York, Carolina del Norte, Nebraska). Es imposible atarlos y venderlos en paquete desde la tapa de una revista, o hacerles bandera de “nueva generación de cantautores” o algo así. No hay una referencia “comercial” que los una (un feedback de identificación generacional, por ejemplo) entonces el interés del mercado o de la prensa por difundirlos como escena, como una fuerza común, cae a cero. Así supongo que seguirán solitarios, vagabundeando, con algún que otro reconocimiento, campeando caídas de ventas y sus propios tormentos personales.
Tampoco se los pudo “vender” como revelaciones o “el nuevo….”. A Oberst lo enchastraron con eso del “Bob Dylan indie” y no funcionó. Podría decirse que Ryan Adams es “el nuevo Paul Westerberg” y tampoco va. También se podría arriesgar que Sufjan Stevens va a grabar todas las canciones que un Jim O’Rourke no pudo hacer, y sería un despropósito, como afirmar que Wainwright o el mismo Antony van a terminar haciendo discos a la Elton John o componiendo música de cabaret para comedias musicales…
Es la primera vez que el asunto de las influencias no es tan determinante, a pesar de que en algunos casos son muy audibles y marcadas. El tema es que estos tipos no esconden sus influencias, ni reniegan de ellas, ni les rinden homenaje, ni las trampean. Parece que simplemente las disfrutan, que son un medio y no un fin, como fueron (solapadamente) otras veces. Tal vez por eso la palabra ya no tenga tanto peso, porque no es una cuestión traumática. Por fin llegamos a una generación de cancionistas que disfrutan de sus influencias.

La “escena invisible” también tiene otra singularidad que es irresistible: viniendo desde el centro de la tierra y la tradición musical de un país desde hace años aturdido, conservador y miedoso, desde ese lugar tan inconfundible y definido, cantan para todo el mundo (bueno, desde acá se percibe que es “para todo el mundo”) con una explosión de confesionalidad, de bronca, de desesperación y de candor que no parece admitir ni el más mínimo grado de represión. Las fabulosas canciones de amor y desamor entre rascacielos y suburbios de Ryan Adams, el viaje interior de Antony frente al espejo del tamaño de este planeta, los relatos desde un lugar devastado pero todavía esperanzado de Oberst, la fuerza de Wainwright para enfrentar la sensibilidad con el dolor sin que la canción se rompa en pedazos, y los muy poco confortables tours interestatales de Stevens son parte de un mismo y desolado paisaje que siempre estará esperando un cambio.


Primeras impresiones (no siempre son buenas)

Es muy poco lo que se puede hacer con los propios prejuicios, así que es inútil molestarse en controlar los ajenos. Ya he escrito sobre Ryan Adams y soy consciente de que no le falta ni una “cualidad” para que la intelligentzia alternativa de los 90 (sí, es un fantasma que existe) lo deteste de entrada: demasiado origen country, demasiado tufillo a “americana”, demasiado rock & roll way of life, demasiado pronóstico al pedo de futura estrella, demasiado prolífico etc. De todas maneras me gustaría recalcar: Ryan Adams renovó el concepto de “americana” para los 00, es el tipo que mejor combinó para esta década la estructura melódica de la canción con las guitarras eléctricas desde todos los ecos posibles (el rock ácido de los 60 al post punk americano de los 80). Como revelación mediática del 2001 y como borracho profesional ya debería estar fuera de carrera. Pero su nuevo disco, “Cold Roses”, es como agarrar la canción que vuele lo más alto posible (aclarando que para Adams “volar” puede significar también arrastrarse por el piso) y tratar de ponerla ahí, justo en el track del compacto. Las canciones fluyen como si nada tuviera que ocupar un lugar: no está la parte intimista, la acústica, la rockera… Cada acorde, cada melodía parece adaptarse naturalmente a lo que el tipo tiene necesidad de decir. Y eso es en definitiva un songwriter… Enfatizo esto porque vivimos en un país donde parece haber más músicos que “hablan” de las canciones que músicos que realmente las hacen. Y en el otro extremo está la (¿bienintencionada?) pero estúpida expresión “yo sólo hago canciones”, como si la canción significara un esfuerzo menor, una expresión incompleta de un hipotético proyecto mucho más grande.
No creo, por ejemplo, que Rufus Wainwright se lo plantee de esa manera. Sus discos, por lo menos, revelan otra cosa. Con el aliento que otros músicos hacen un disco entero (o varios) Wainwright compone y canta apenas una sola canción, y llega hasta el final con un increíble esfuerzo. He llegado ha escuchar un mismo tema del tipo cientos de veces precisamente por eso, porque la intensidad emocional de la canción es tal que siempre desborda esos 3, 4 ó 5 minutos. A veces tengo miedo de que Wainwright simplemente se agote, como se agotó Elliott Smith. O que tanta intensidad termine volviendo como un boomerang, con una superficialidad inconcebible. De cualquier manera (de cualquier manera como con Elliott Smith) habrá quedado el recuerdo fresco de escuchar a alguien de mi generación que convirtió un pequeño momento en un presente de sorpresa y descubrimiento, y un puñado de canciones para escuchar (cuando el corazón lo permita) eternamente.


Devendra sings!

Dios sabe que jamás me hubiese calentado por conseguir el último disco de Antony si no fuera porque ahí estaba… Rufus Wainwright. Las recomendaciones venían de muchos lugares (todos confiables), pero no me voy a engañar sobre el motivo que me hizo llegar a “I’m A Bird Now” y al álbum anterior. Dios sabe también que apenas puse el disco lo eyecté de la compactera al toque. Ahora no lo puedo creer, pero fue así… Hablando de primeras impresiones… Pensé que me lo habían grabado mal, que había un “problema” con la voz. Después pensé algo peor: “Lo último que tengo ganas de escuchar es a un transformista en un cabaret. Esta sobredosis de travestismo mediático me tiene las guindas llenas… y ahora encima un disco…”. Pero forzosos viajes en colectivo de tres horas diarias, y con pocos CDs en el equipaje, me “obligaron” a escuchar los dos discos de Antony… Todo gracias al colectivo, y a las tristes circunstancias que me llevaron a viajar.
Menos mal que se terminó la era del vinilo, si no mis discos de Antony estarían todos rayados. Por varios motivos. En primer lugar porque el “asunto” de la voz tomó su tiempo. Yo detesto las voces agudas, o al cantante que está siempre al borde del falso falsete. Pero tema por tema me di cuenta de que Antony podía modular perfecto en los graves, al igual que el amigo Boy George, y que juntos, por favor, en la canción “You’re My Sister”, son dos cantantes de la puta madre. Después me sorprendió la “generosidad”, o más bien la “sabiduría” de Antony en dejar cantar solo a Wainwright en el brevísimo (1:36 ¡una tortura!) pero demoledor “What Can I Do?”. Eso es de gran cantante. Pero lo mejor de todo llega casi al final del disco, cuando Antony “hace cantar”, yo diría que por primera vez, a Devendra Banhart. Descubrir la voz de un songwriter en el disco de otro… Sin ironía: es un momento sublime.
También es ahí donde entra a tallar lo más importante: las canciones de Antony, las que compone en su casa (o en el cabaret) con el piano. Seguramente me equivoco, pero no recuerdo haber escuchado a alguien que diga tanto (por profundidad, por sinceridad) en una sola canción con tan pocas palabras (“Hitler In My Heart”, “Man Is The Baby”, “Hope There’s Someone”, “What Can I Do?”). O melodías simples y arreglos que se sostengan y que conmuevan más allá de cualquier contenido, cualquier forma de la canción (“Spiralling”, “You’re My Sister”, “Cripple And The Starfish”).
Otro detalle curioso de los discos de Antony es que todo el “gay affair”, eso que antes era “salir del closet” y ahora sería más bien “incendien el closet”, se termina convirtiendo en una anécdota, nada más que una nota al pie de muchas páginas de afectividad, de deseos y de sentimientos que arrasan hasta con la sexualidad, con la misma naturaleza.


“I made a lot of mistakes (in my mind)”

Un amigo mío dice: “Yo no le creo nada a Conor Oberst”. Bueno, yo tampoco. Es más, diría que no lo soporto. Oberst es un plomazo: es el típico songwriter políticamente correcto (siempre hablando mal de la guerra de Irak, de Bush, todo taaan previsible), tiene esos aires molestos de querer “ocupar espacios”, es muy joven pero ya anda haciendo de “padre” de otros músicos que edita por su sello (ahí está esa linda bandita Cursive), algunos de sus discos empiezan con esas narraciones que demoran el tiempo de una novela entera y sale en las fotos con esa insufrible cara de “yo no fui” (léase: “Yo no fui una gran estrella pero podría haberlo sido si me hubiesen comprendido, si el mercado discográfico no hubiese colapsado, si hubiese nacido antes o después, o en otro lugar”, etc etc).
Pero hay que darles un tiempo a los músicos, y mucho más (pero mucho más) a los discos. Jamás pensé que justamente con Oberst iba a experimentar algo que no me pasaba desde hacía años: que el songwriter en cuestión, y todas esas características que uno no le soporta, desaparezcan en el mismo instante que empiezan a sonar sus canciones. Desappear. Everything. Como por arte de… las canciones. Resulta que la cara de nada está totalmente disociada de esa voz dramática sin dramatismos, la voz justa para cantar contando; que la ambición de “ocupar espacios” no tiene nada que ver con sus relatos absolutamente centrados en una tierra concreta, historias de padres y hermanos, de amantes y amigos, de lugares vacíos y abandonos, de frustraciones y formas de dejarla salir; y que esa actitud light políticamente correcta es insignificante al lado del terrible peso político que le impone Oberst a muchas de sus canciones. Ya el título de su (tal vez) mejor disco, “Lifted Or The Story Is In The Soil, Keep Your Ear To The Ground” (2002) da una idea justa de dónde proviene ese peso.
Aunque Oberst está en la tradición dylaniana (sobre todo por ese tono bíblico y hasta aleccionador que asoma en algunos temas), y aunque viene de Nebraska (y es seguro que escuchó el disco del mismo nombre con mucho cariño, además de otros del mismo autor), sus canciones gravitan en un universo musical bastante diferente, más delicado, frágil y a veces hasta confuso. Esto es algo que se retroalimenta con las letras. Como en el caso de Ryan Adams, sólo que más sofisticado, acá también hay un vínculo muy fuerte, muy buscado entre cada melodía, arreglo, instrumentación y lo que se intenta expresar en palabras.
Será por eso, o no sé por qué (prefiero no saber) que yo le creo a Oberst cuando grita con desesperación al final de “Don’t Know When But A Day Is Gonna Come”, cuando dice “Lover I Don’t Have To Love”, cuando piensa que “Nothing Gets Crossed Out”, cuando parece arengar desde “Old Soul Song (For The New World Order)”, cuando se enoja en “Poison Oak”, cuando susurra en “Theme To Pinata” o cuando quisiera que todos cantáramos “Arc Of Time”en un bondi camino a Nebraska para conocer y desilusionarnos con el imbécil que compone estas canciones.

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Claro que mucho peor sería tener que viajar a Michigan, el estado de los grandes lagos,
a Illinois, o más específicamente a Chicago. Por alguna razón, tal vez por venir de esa “zona geográfica”, yo identificaba a Sufjan Stevens como un pichón de las emociones congeladas de la resaca del postrockerismo: desde lo peor (el último McEntire, por ej.) hasta lo mejor (el O’Rourke cancionista, digamos). Pero uno comete muchos errores…en la cabeza… y eso es mucho más que un trillado prejuicio. Me refiero a que con escuchar dos temas de un compiladito choto no alcanza, con leer etiquetas (lo-fi!) y salir corriendo, menos, y con imaginar la música de alguien por las tapas horribles de sus discos…ah…mucho menos! (aunque a mí con Yes me dio resultado).
Si a lo de Oberst lo consideré una verdadera “conversión”, que sólo dura el tiempo entero de un disco o una sola canción, lo de Stevens fue para mí algo mejor: un cachetazo de lo más feliz desde el lugar menos esperado. Con muy pocas referencias musicales, y dos boludeces que había leído, yo ya había tachado a Stevens como un ironista de la “americana” (con ese proyecto suyo de grabar un disco dedicado a cada estado de USA), como un pibe que se venía a hacer el piola con su actitud indie-lo-fi y al mismo tiempo su múltiple manejo de instrumentos, como otro nombre revoloteando en la vidriera de novedades que no tuviese nada más para contar que un sofisticado y pelotudo gesto. Hasta que un día, hace apenas unas semanas, un disco que me hago grabar sin la menor expectativa y encima lo meto en la compactera sin la menor onda, me hace cantar, me emociona y hasta me hace llorar. ¿Qué disco? “Illinois”. ¿De quién?
De Sufjan Stevens… del mismísmo Sufjan Stevens de “la zona de Chicago”… “Pero la re puta que lo re mil parió”, me dije, cuando dejé de llorar.
Resulta que Stevens es un ironista de la “americana”, pero no en el sentido convencional del asunto. Tanto en “Illinois” como en su antecesor (“Michigan”, 2003), Stevens hace todo un research desde los manuales de historia de cada estado hasta las tapas de los diarios locales, y va desde las grandes ciudades y sus mitos hasta esos lugares prototípicos del turismo provinciano norteamericano, esos lugares que inmediatamente me hicieron recordar a esos bizarros museos-históricos-vivientes que recorre fascinado el personaje de Jack Nicholson en “Las confesiones del señor Schmidt”. Las letras de Stevens también tienen esa mirada entre inocente y burlona de Alexander Payne, aunque va buscando a un nivel microscópico pequeñas narraciones, descripciones y personajes detrás de los lugares.
En realidad Stevens recorre las mismas autopistas y los mismos caminos que un
Bruce Springsteen (fijarse en el sugerente título “Greetings From Michigan: The Great Lakes State”), pero se detiene en diferentes lugares y los relata de una manera distinta.
Del rock hay que olvidarse. Del folk más tradicional diría que también. Del lo-fi… ma sí. Puede haber algún indicio en el registro limitado de la voz, en la grabación misma, pero nada más. Adiós guitarrita intimista… El solo toca más de 10 instrumentos, también suena a todo galope un quinteto de cuerdas, las melodías son simples pero los arreglos soberbios, los títulos de los temas son excesivos, el arte de tapa está recargado de estética cursi de postal de los años 50 y hay detalles y referencias como para escuchar el CD mil veces y no aburrirse nunca.
Algunos críticos dijeron que “Illinois” es un disco “trabajoso” de escuchar. Yo pienso todo lo contrario. Creo que Stevens hace un laburo de hormiga, que reprocesa todo un laberinto, justamente para que la canción llegue de la forma más simple y pura posible. “Chicago”, por ejemplo, es una suerte de “megacanción”, donde conviven muchos elementos distintos, pero Stevens la hace sonar como una roadsong para que el viaje no termine nunca. Por un lado está el tipo cantando sobre la ilusión/desilusión con el paisaje (“I was in love with the place/ In my mind, in my mind/ I made a lot of mistakes/ In my mind, in my mind”). Y por otro hay un coro gigante que aúlla el entusiasmo americano de la carretera como escape, falso descubrimiento (“You came to take us/ all things go!/ all things go!/ To recreate us/ all things grow!/ all things grow!") y por debajo Stevens repite y repite “I made a lot of mistakes, I made a lot of mistakes”. Y ni hablar que el tema tiene, al mismo tiempo, un pulso narrativo, descriptivo y emocional que a mí me dan ganas de vivir en “Chicago”. No en la ciudad, en la canción… Como si fuera poco esa estructura ambiciosa se repite en “Come On! Feel The Illinoise!...” y “The Tallest Man, The Broadest Shoulders…”.
Sé que es molesto ponerse a nombrar títulos y títulos (y eso que no los estoy escribiendo completos), pero como el disco es bastante extenso, conceptual y “trabajoso” (you critics) yo rescataría “The Predatory Wasp…” (hablando de pequeñas historias…), “Man Of Metropolis Steals Our Hearts”, “Jacksonville”, “Decatur…”, el relato sobre el asesino serial “John Wayne Gacy, Jr.” y “Casimir Pulaski Day”, que preferible ni enterarse de la letra…

Cuando escucho “Illinois”, “I’m A Bird Now” o los discos de Wainwright y Ryan Adams no puedo dejar de pensar en lo idiota que era esa “muletilla/título” o no sé qué tan gastado en los 90: “En busca de la canción perfecta”. El tema es que no hay nada de perfección, ni de búsqueda, ni ninguna de esas estupideces. Solamente están estos tipos, y seguramente tantos otros, que capaz que encuentran lo que a otros les falta. Claro que quedan cancionistas y discos por descubrir, gente que he descartado por “errores” similares a los casos de Oberst o Stevens. La diferencia es que esta vez, solamente esta vez, tengo la tranquilidad de que el siglo recién empieza.