contra las cuerdas

Don't let our youth go to waste

En estas semanas estuve averiguando si había una “promoción” de celulares en la zona. Estaba convencida de que a todos les habían regalado uno. Pero no… Al menos creía que se lo habían regalado a una chica que el otro día viajaba en este mismo colectivo. Estaba vestida con ropa vieja y sucia, y en la falda llevaba a una nenita semidormida, con los mocos colgando y muy desabrigada. Por ahí suena un celular. Pensé que era de unos tipos que estaban sentados más atrás. Pero no… Era de la chica, que sacó rápido el aparatito plateado y estuvo hablando no sé de qué cosa durante la friolera de media hora (o más, porque yo me bajé del colectivo y ella seguía hablando).

Esta noche no hay nadie con un discman. En el colectivo solamente suenan los ringtones. “Escucha el tema de la cucaracha”, le dice una chica a la otra. “Yo tengo la argentinidad”, le contesta. “Me faltan cinco días para tener crédito”, salta la otra. “Ay, lo decís como si estarías contando los días”, le reprocha otra chica con un celular en la mano. Es inútil. No hay una sola charla en este bondi repleto que no toque el tema: “Tengo tanto crédito. ¿Cargaste la tarjeta? ¿Cuánto te queda? Me llamó. Le llamo. Me dejó un mensaje. Le mando un mensaje”. Una chica hace un monólogo para un libro de récords: en 20 minutos, mientras el colectivo cruza de una ciudad a otra, ella construye todas sus oraciones con dos sujetos: tarjeta –llamadas. Prácticamente no hay verbos en las oraciones. Tarjetas-llamadas. Nada sobre qué “dicen” las llamadas. ¿Reuniones? ¿Estudio? ¿Trabajo? ¿Plata? ¿Fiestas? ¿Sexo? ¿Amor? ¿Peleas? ¿Música? ¿Cine? ¿Moda? ¿Deportes? ¿Computadoras? ¿Videojuegos? ¿Chismes? ¿Problemas? ¿Noticias? Nothing. “Se me perdió la llamada, porque en el medio apareció otra llamada, y se teminó la tarjeta, pero todavía tenía crédito. ¿Y adiviná qué era? Una llamada!!”.

Yo ya no puedo escuchar. No aguanto más y apago el discman. Entre el ruido del colectivo, los ringtones y el cuchicheo constante de “llamadas-tarjetas” mis discos ya no son ni una radio de fondo. “No hay banda de sonido para esto, y mucho menos algo que pueda taparlo”, pensé. Busco en el bolso y no encuentro nada. Nada funciona. ¿Julian Cope cantando la contagiosa “Sleeping Gas”? No. ¿El “Shattered” de los Stones que me hizo desahogar tantas broncas? Tampoco. Todo parece tan lejano esta noche… Estas no son las chicas de “Some Girls”, estas no son las calles más asquerosas de Liverpool… ¿Y la banda de sonido de “Saturday Night Fever”? No, menos que menos. Hoy es un sábado frío y lluvioso. Nadie va a bailar esta noche. Ahora solamente me imagino a los Bee Gees cantando un jingle perfecto: “You should be calling, yeeeaaahhh…” (y lo más probable es que ya lo hayan grabado).

Espero que no se me note la cara de desesperación. Es que el discman no me sirve como antes. Durante muchos años, en el trayecto desde San Lorenzo hasta Rosario, la música fue el único refugio, el único consuelo, la única evasión que yo tenía para que el paisaje que veía por las ventanillas del colectivo no terminara por amagarme y vencerme. Ahora, que circunstancialmente tengo que recorrer todos los días el mismo camino, sé que la música todavía está ahí, como siempre, pero de a ratos la cabeza se me va de la canción, y los ojos me quedan fijos en los locales con el eterno cartel de “se alquila”, los negocios que cambian y cambian de nombre y nunca repuntan, los comercios que sobreviven achicándose y consumiéndose, las galerías que se mueren, los improvisados supermercados de los chinos, los ciber que crecieron como lo soja, las viejas pintadas de la izquierda sobre las canchas de paddle abandonadas…

Los embarcados le indican al colectivero: “Po-pe-ye”. Los embarcados saben perfectamente a dónde quieren ir esta noche: al bar de las prostitutas. Los pibes de los celulares, en cambio, no tienen ni idea. “¿Nos bajamos en esta? No, para un poco”, se responden. Y, sí. A qué se van a bajar. Con esa llovizna fría, y las chicas con esos tops y la piel de gallina, la verdad es que es más cómodo quedarse mirando los celulares en el bondi que andar apretando botoncitos en la calle. Los tacos de las chicas se van a hundir en las veredas rotas y los desteñidos barcitos de la avenida te traen la cerveza caliente, no te regalan ni un maní partido y siempre pasan el mismo disco de los Piojos. Y sí, los ringtones son más divertidos, las pantallitas de los celulares más brillantes y coloridas, y los mensajitos son baratos.

Al lado del colectivo marchan los camiones que llevan la cosecha de la soja. Es una cola interminable. Los pibes ni los miran, ni tampoco se quejan porque atascan el tráfico. Se supone que los camiones son parte del paisaje, y una muestra tangible de que esta región sigue siendo “rica”. Lástima que los camiones no van en el mismo sentido que los colectivos. Son millones y millones de pesos que viajan hacia el río, ese gran canal por donde todo se va y se pierde. El río jamás trajo una puta cosa a este lugar. Al contrario, es el máximo emblema de lo que perdimos y perdemos. No en vano las grandes empresas están pegadas al río. Pegadas al río con sus corrupciones, sus contaminaciones, sus evasiones… Son el gran “medium” de todo lo que no vuelve.
Hace unos días también me percaté de lo rápido que el río se está comiendo a la tierra. Dentro de muchos años ni las gigantescas estructuras de las fábricas van a quedar, ni las lujosas casas con vista al río levantadas con las ganancias colosales de la soja, ni los terrenos costeros que las inmobiliarias cotizan en miles y miles de dólares…
Este lugar nunca fue rico. Fue mezquino, corrupto, indiferente, superficial, pero nunca fue rico. Su supuesta riqueza fue una excusa de la gente para agradecer por lo que les daban (al módico precio de trabajar de sol a sombra en las fábricas) sin tener que exigir nada, luchar por nada, soñar con nada.

Pero ahí van los camiones de “la riqueza”, demorando una media hora más este infierno, y lo único que dejan es el olor a podrido del expeller de soja cuando se mezcla con la lluvia… Qué importa... Una llamada más, un ringtone más, y las chicas no ven ni los camiones, ni sienten los malos olores, ni miran a un chico muy lindo que estás sentado atrás, solo y sin celular.
Yo me calcé otra vez los auriculares en busca de la canción salvadora. ¿Qué es lo más ruidoso que tengo? Justo hoy no traje nada. Mil guitarras zumbadoras que le ganen a los ringtones, el motor del colectivo, las conversaciones monotemáticas, los camiones de la soja, el dolor de espalda, el embole y la bronca. Después de haber probado todo agarro desde el fondo del bolso un CD perdido de Galaxie 500. “Al menos esa es la galaxia en donde yo quisiera estar ahora”, pensé... Ya empieza “Flowers”… qué lindo tema… pero no, no me sirve. Otra frenada del colectivo… Las chicas gritan… Parece que alguien tiene una “llamada”. “¿Quién es?” “No sé”… Pero es una “llamada”! La voz de Dean Wareham se me va a la mierda, no escucho nada. Vamos esas guitarras! Qué pasa? Por qué no traje a Mercury Rev?! La puta madre. Ah! Ahora apareció el ringtone de “La argentinidad”… No tengo paciencia para esperar que termine “Flowers”. Es demasiado... El tema 2, paso. El tema 3, paso. El tema 4… bueno, esta batería ya está “tapando” los ringtones… bien... bien... me siento reconfortada… Es la fabulosa versión de seis minutos del tema de Johnathan Richman “Don’t Let Our Youth Go To Waste”…
Ahí entra la guitarra, a castigar como latigazos… apenas escucho a Wareham… apenas recuerdo la letra de Richman… pero no puedo creer lo que estoy “escuchando”… Don’t let our youth go to waste… no dejes que nuestra juventud se desperdicie… No estoy pensando en “nuestra propia” juventud… Mi juventud ya pasó. Hablo de la juventud que está acá en el colectivo… 15, 16 años… “Decime algo cálido, algo lindo”, canta Wareham. Y esa guitarra se me mete en los oídos y me pasa por el nudo de la garganta como una víbora… Sí, decime algo lindo de estos pibes que sólo hablan de “tarjetas” y “llamadas”, que no saben dónde bajarse, con su ropa made in China, sus Nike truchas y sus ringtoneantes y brillantes celulares, en este colectivo chatarra, sobre la ruta de la miseria. Decime algo cálido en esta noche fría de los camiones olorosos y el humo obsceno de las fábricas. ¿Quién carajos paga los celulares? No sé. ¿Qué dicen las llamadas? No importa… Ahí viene la guitarra que todo lo tapa, la guitarra salvadora. Ahí viene la batería que todo lo aplasta. Es el minuto final de mi viaje, es el minuto final de la canción, y yo desearía que saliera de los auriculares y que hiciera explotar todas las ventanillas del colectivo… Es como un himno, una marcha militar, una súplica… “No dejes que nuestra juventud se desperdicie”, como lo diría un político en campaña. “No dejes que nuestra juventud se desperdicie”, como lo diría un general en la guerra. “No dejes que nuestra juventud se desperdicie”, como lo diría un pastor electrónico. O “no dejes que nuestra juventud se desperdicie”, como lo dicen los Galaxie 500, casi sin palabras.

Por suerte la canción dura hasta que me paro para salir del colectivo. Pero esa guitarra todavía resuena en mi cabeza y los pibes siguen hablando sobre las llamadas y las tarjetas. Cuando me bajo me quedo mirando al colectivo parado en el semáforo, y hasta a través de las ventanillas mugrientas se ven de lejos los celulares… Quién sabe. Con sus pantallitas luminosas y sus ringtones, tal vez sean la única música que quede en esta tierra.

Low


Ground Control to Major Tom / Your circuit's dead / there's something wrong/ Can you hear me Major Tom?

Hubo una época en la que era cool hablar, escribir, “saber” sobre David Bowie. Supongo que habrá sido en los 70, gran parte de los 80 y hasta un escaloncito de los 90. Supongo que fue en la época en que yo era una especie de “preacher” de la carrera del tipo, cuando sentía que alguien me había designado la misión de desparramar el evangelio de Bowie sobre la Tierra. La verdad es que ahora me alegra haber aprovechado ese momento (debe ser uno de los pocos momentos que aproveché), porque ese momento pasó, y el de David Bowie también.
No sé cuándo empezó... Seguro que viene desde los más remotos y venenosos 70, pero en los últimos años lo vi, lo escuché, lo sentí: no es que Bowie haya dejado de ser cool, es mucho más que eso: toda su figura se volvió un quemo, su nombre suena a mala palabra, su pasado es una mentira y su presente no existe.
Los “sutiles” sarcasmos de los críticos de los 90 (Bowie atrasa el reloj, se actualiza copiando a Reznor, Branca, Sonic Youth, Pixies) se fueron extendiendo hasta minar “la visión” de la carrera entera de Bowie como un virus: “que nunca estuvo adelantado a su tiempo, que robó casi todo, que su obra está sobrevalorada y que no influyó verdaderamente a nadie”.
Ahora parece que cualquiera fue “más” que David Bowie: cualquier grupo glam (desde T. Rex hasta Cockney Rebel y Slade) fueron mejores que él, que injustamente recibió todo la gloria y la fama, of course. Ahora resulta que Bowie arruinó los discos de medio mundo: Stooges, Iggy Pop, Lou Reed…Todavía no lo vi escrito, pero seguramente alguien lo está pensando en este momento: “Bowie hasta le cagó la trilogía berlinesa a Brian Eno…”. Se supone que en alguna parte estarán las cintas de lo que Brian hizo “solo”, y hoy nadie pondría en duda de que es más experimental, innovador, interesante que el “inflado” resultado final del otrora Duque… Si las cosas siguen así, no me asombraría que dentro de algunos años digan que Bowie le arruinó “Let’s Dance” a Nile Rodgers. O tal vez ya lo escribieron. Porque esto va tan rápido que yo no tengo tiempo ni de empezar a esconderme…

Cuando descubrí el mundo de los blogs y afines me di cuenta de que ya era tarde… En la Pink Moon Bowie perdía una pelea por paliza contra los… Right Said Fred! Claro que me reí y lo disfruté, pero también pensé: “Con eso está todo dicho”. De a poco, y tragando saliva, también fui viendo comentarios socarrones sobre Bowie desparramados por todos lados. Yo hago mutis por el foro, me dije. ¿De qué me disfrazo? Con asegurar que los últimos discos no me gustaron ya no alcanza.
Mis carpetas repletas de fotos, entrevistas y todo tipo de recortes de prensa de Bowie ahora las tengo escondidas en algún lugar recóndito del placard, como hace años escondía debajo de la cama la tapa de “The Man Who Sold The World” para que no la vieran mis viejos (para que no preguntaran si “eso” era un hombre o una mujer).
¿Qué hago con todos mis discos oficiales de Bowie y todos los piratas, los remixes, los picture discs, los box sets con vinilos transparentes? Antes la gente que venía a mi casa se asombraba por la colección. Ahora me dicen: “Ah, tenés ese disco de My Bloody Valentine…”. Sí –pienso con bronca- tengo ese disco pedorro que tiene cualquiera y lo vendo en cualquier momento”.
¿Qué hago con las biografías, los libros de declaraciones, de discografías, de fotos? Y mejor ni cuento que una vez fui a conocer el lugar donde Bowie nació y salí corriendo con un nudo en la garganta. Tengo guardado ese recuerdo 100 metros bajo tierra. No sea que se me escape en alguna reunión y quede como una estúpida. Con decir que hace un par de años unos “entendidos en rock” me pusieron cara de “qué desubicada esta mina” cuando yo deslicé unos pocos elogios para el Duque Blanco… Bueno –me dije- esto es un complot. Parece que hay que callarse la boca.
Con este panorama, la verdad es que me enternece cuando en Mal Elemento a veces pasan temas de Bowie. Seguro que ahí hay alguien que fue re-cool en otra época… Alguien que todavía cree en lo que un supuesto anti-establishment viene condenando, tranquila pero persistentemente, como un “arcaico concepto de renovación del rock”.

Estoy convencida de que los discos siguen cambiando la vida de la gente, pero no creo que ese papel le toque ya a ningún disco de Bowie. Hace poco miré a mi alrededor y no podía creer que “el universo Bowie”, ese que los historiadores, críticos y cronistas de rock pintaron como el emblema del cambio, el riesgo, la seducción y el gran espectáculo, el mismo que transformó la vida de mucha gente, hubiese caído, ante las risas de la anti-intelligentzia crítica y la mirada indiferente de toda una generación, tan pero tan bajo.

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Los años me dan la perspectiva de que el panorama no era mucho mejor en la era “cool-Bowie”. Para nada. En los 80, cuando en los medios abundaban las retrospectivas de la carrera de Bowie (al ritmo de ventas de algunos discos y de las campañas de las discográficas), el asunto se reducía a algo parecido a una serie de análisis de un paciente que presentaba un montón de síntomas pero al final no tenía nada. Las retrospectivas eran una calculada y prolija enumeración de años, apodos, looks, estilos, géneros, etiquetas, comparaciones… Una maraña tan grande de imágenes, tapas de vinilos, retazos de recitales… todo cronológicamente programado y absolutamente vacío.
A esta altura ya no hay ninguna diferencia entre el raconto histórico de la carrera de Madonna y la de Bowie, con la gran diferencia de que los singles de Madonna tienen hoy mucha más presencia (e influencia) cultural y mediática.

Seguro sin darse cuenta, en la era “cool-Bowie”, la prensa y la crítica terminaron cocinando y quemando al Duque en su propia salsa: su patente obsesión por el paso del tiempo y los cambios. Así se redujo una discografía inabarcable a simples muletillas y fórmulas (“camaleónica”, “el mejor disco desde Scary Monsters…”, etc). Y así terminó Bowie cortado en mil pedazos, en una carrera que parecía no tener continuidad, profundidad ni propósito.
Arme su propio Bowie”, sugerían todos. Hasta los periodistas que más lo valoraban y trataban de difundir su obra caían en esa trampa. Yo también lo hice, con esos ridículos fines didácticos, en diarios y programas de radio. Pero en el fondo me daba cuenta de la jugada. Recuerdo que fanteaseaba con publicar un aviso clasificado que rezara (sin ironía): “Haga un curso acelerado sobre la carrera de David Bowie y escriba sobre él en cualquier lado ¡¡ sin escuchar un solo disco!! Duración total: una hora semanal, dos semanas”.
Seguro sin darse cuenta (también), la gente (desde fans, críticos, periodistas y consumidores en general) bajó esa estructura a una visión propia de Bowie, reducida y simplificada. Tanto que cualquier comentario/discusión alrededor de la carrera del tipo suele terminar en la pobreza diletante de “a mí me gusta el Bowie de Ziggy”, o “el de Young Americans”, o “sólo el de Hunky Dory”, o “llego hasta la trilogía” o “hasta Scary Monsters me estiro”…
Ahora me pregunto: ¿En qué muñeco para armar, en qué mamarracho mediático, en qué lata de conserva convertimos a Bowie? ¿Cómo caímos tan bajo?

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“Buscá a gente a la que no entiendas y un sitio donde no quieras estar, y limitate a introducirte en él”. (David Bowie, noviembre de 1977).

Es muy raro que me ponga a escuchar discos de Bowie. Si lo hago, sé que tengo que atenerme a las consecuencias. Escuchar un tema significa escucharlo 10 veces, o escuchar 20 temas más, o escuchar discos y discos completos hasta que pierdo la noción de la hora, las obligaciones, del lugar donde estoy. Generalmente los discos nos remiten a personas que conocimos o a distintas épocas de nuestras vidas. Pero a mí los discos de Bowie sólo me remiten a Bowie, a él cantando sobre un escenario, a su propia vida. Es como si la voz del tipo se convirtiera en un absoluto en donde ni siquiera caben los músicos de las más diversas calañas que descubrí a través de él.
Sabiendo lo intensa que es la experiencia, y tratando de esquivar el miedo de que me obsesione y me absorba, mis discos de Bowie cumplen un prudente descanso hasta que el fantasma de la pasión, la confusión o el temor los agita de nuevo. Por algún u otro motivo, “Low” es un disco al que siempre vuelvo... Creo que es un intento mudo, escucha tras escucha, de decirles a los otros algo que a mí me hubiese gustado ver escrito... Además de estar convencida de que, desde hace años, la mirada hacia la trilogía berlinesa termina tan hundida en la fórmula del “arme su propio Bowie” como el resto de su discografía.
Jamás entendí por qué se tildó de “fría” a la trilogía, por qué la mayoría de los aspectos resaltados siempre giraron sobre cuestiones técnicas, métodos de grabación y composición y la participación de Brian Eno en plena búsqueda de la “deshumanización de la obra”. Nada más lejano de la trilogía... Siempre se habló de minimalismo musical y nunca del minimalismo emocional de “Low”, su inigualable capacidad de morder hasta el hueso sin derramar sangre ni llorar. Yo no creo que eso sea frío... Más bien todo lo contrario. Bowie supo hablar de “la fuerza emotiva” detrás de “Low”, pero tanto entonces y más ahora es un aspecto olvidado.

No se trata de adivinar una “biografía” detrás del disco, que la hay, y es apasionante. “Low” no está “contando” nada. “Low” es el autoexilio, está destruido y tiene que empezar de nuevo, es confuso, temeroso, ensayístico y, aunque suene raro, esperanzador. “Low” es la huída como un camino difícil, y todo lo que tiene de simple no connota ninguna especulación. Quizás sea el disco más naturalmente conceptual de la historia del rock.
Eso ya está trazado desde los títulos de las canciones. El disco tiene un orden interno que parece imposible de alterar, como si se tratara de las etapas de la vida: el miedo y la locura (“Breaking Glass”), el aislamiento (“What In The World”), la necesidad de volver a lo básico (“Sound And Vision”), la recurrente caída inevitable (“Always Crashing In The Same Car”), y después nada más admitir que “a veces uno no llega a ninguna parte, he vivido en todo el mundo, pero he dejado todos los lugares, por favor comparte mi vida, sé mi esposa” (“Be My Wife”).
El título de los instrumentales es tan preciso que cualquier tipo de letra sería redundante: “Speed Of Life”, “A New Career In A New Town”. En “Low” no hay espacio para lo superfluo. Es un disco desnudo, urgente, sin tiempo para la reflexión. El pequeño mundo está ahí, construyéndose o derrumbándose como los lugares que describe sin palabras en “Warszawa”, “Art Decade”, “Weeping Wall” y “Subterraneans”.

Siempre se consideró a la trilogía como “una oportunidad” que tuvo Bowie de trabajar con Brian Eno, de aprender de él, de cambiar y enriquecerse. Y es cierto. Pero me da bronca que no se hable de la “oportunidad única” que tuvo Eno de estar ahí en Berlín con Bowie, y de que su ambient y sus experimentos sonoros se llenaron en esos tres discos, y especialmente en “Low”, de una intensidad emocional que después no vieron ni en sueños. Eno podría haber planeado “Warszawa”, pero jamás la podría haber concretado. Ese extraño “lenguaje” de la canción, que dice mucho más que cualquier “letra”, es justamente lo que Eno no podría comprender.

En “Low”, mucho más que en otros discos, Bowie es UNO. El disco es un viaje sin escalas al David Bowie único, indivisible, y que nunca necesitó ser multiplicado o descuartizado, vendido en cortes como un animal. Los demás discos podrán ser escalas, pero escalas de un mismo viaje. Bowie está en ese viaje, en cada sonido, en cada letra… lejos, muy lejos del Bowie de raconto vertiginoso, de formulario de migraciones, del “conozca ya la camaleónica carrera sin escuchar nada”.
Es un viaje largo y oscuro, muy poco confortable. A cada uno le llevará… su tiempo. A mí me llevó a lugares, a gente, a sonidos, a imágenes inesperados, me enseñó tantas cosas que no sé si alguna vez voy a terminar de aprenderlas. Recuerdo que un camino concreto me llevó a una casa abandonada en la zona más pobre y lúgubre de Brixton, un barrio muy popular al sur de Londres que Bowie negó durante años como su lugar de nacimiento. Y diría que me fui casi corriendo, en el primer subte mugriento que me sacara de ahí, entendiendo más, en unos pocos minutos, la huida del propio Bowie y su enorme miedo a la pobreza y la locura.
Es un viaje largo y oscuro, desde la fascinación por la imagen de Bowie a través de la lente de una cámara, del espejismo de la extravagancia, la elegancia y la seducción, hasta el Bowie de carne y hueso, un hombre enjuto y pequeño, con una apariencia de fragilidad increíble y una dentadura que durante años fue su verdadera marca de origen. Es un viaje desde la confusión y la miseria hasta la experimentación y la belleza. Es todo el viaje que puede haber desde una verdad triste y opaca hasta una mentira brillante.

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En los 80 yo solía pensar que Bowie, al igual que los Beatles y los Stones, me había abierto las puertas a un mundo distinto, pero que sólo con Bowie había comprendido de qué se trataba el talento. Ahora ya ni sé qué es el talento, pero estoy segura de que con Bowie aprendí algo mejor: entendí que había una persona detrás de cada disco... Y, quién sabe, a lo mejor eso sea el talento.
Ahora que vivo en otro lugar, tengo otra vez un poster gigante de Bowie instalado al lado de la cama. Es el mismo que alguna vez colgué, pero ya no necesito mirarlo. Siento que volví hace rato de ese viaje, por más que tenga ganas de seguir viajando. He visto a Bowie en todas partes... lo he hablado, justificado, criticado, soñado, explicado, perseguido, escondido, enterrado y adorado. Ahora solamente me gusta David Bowie. ¿Qué David Bowie? Ese David Bowie, el que no se puede dividir, el que no es cool, ni camaleón, ni popular ni influyente. A mí nada más me gusta David Bowie, y no sé por qué una cosa tan simple parece tan difícil de comprender. A mí me gusta David Bowie, y ahora tengo el privilegio de saberlo y escribirlo.