Ground Control to Major Tom / Your circuit's dead / there's something wrong/ Can you hear me Major Tom?
Hubo una época en la que era cool hablar, escribir, “saber” sobre David Bowie. Supongo que habrá sido en los 70, gran parte de los 80 y hasta un escaloncito de los 90. Supongo que fue en la época en que yo era una especie de “preacher” de la carrera del tipo, cuando sentía que alguien me había designado la misión de desparramar el evangelio de Bowie sobre la Tierra. La verdad es que ahora me alegra haber aprovechado ese momento (debe ser uno de los pocos momentos que aproveché), porque ese momento pasó, y el de David Bowie también.
No sé cuándo empezó... Seguro que viene desde los más remotos y venenosos 70, pero en los últimos años lo vi, lo escuché, lo sentí: no es que Bowie haya dejado de ser cool, es mucho más que eso: toda su figura se volvió un quemo, su nombre suena a mala palabra, su pasado es una mentira y su presente no existe.
Los “sutiles” sarcasmos de los críticos de los 90 (Bowie atrasa el reloj, se actualiza copiando a Reznor, Branca, Sonic Youth, Pixies) se fueron extendiendo hasta minar “la visión” de la carrera entera de Bowie como un virus: “que nunca estuvo adelantado a su tiempo, que robó casi todo, que su obra está sobrevalorada y que no influyó verdaderamente a nadie”.
Ahora parece que cualquiera fue “más” que David Bowie: cualquier grupo glam (desde T. Rex hasta Cockney Rebel y Slade) fueron mejores que él, que injustamente recibió todo la gloria y la fama, of course. Ahora resulta que Bowie arruinó los discos de medio mundo: Stooges, Iggy Pop, Lou Reed…Todavía no lo vi escrito, pero seguramente alguien lo está pensando en este momento: “Bowie hasta le cagó la trilogía berlinesa a Brian Eno…”. Se supone que en alguna parte estarán las cintas de lo que Brian hizo “solo”, y hoy nadie pondría en duda de que es más experimental, innovador, interesante que el “inflado” resultado final del otrora Duque… Si las cosas siguen así, no me asombraría que dentro de algunos años digan que Bowie le arruinó “Let’s Dance” a Nile Rodgers. O tal vez ya lo escribieron. Porque esto va tan rápido que yo no tengo tiempo ni de empezar a esconderme…
Cuando descubrí el mundo de los blogs y afines me di cuenta de que ya era tarde… En la Pink Moon Bowie perdía una pelea por paliza contra los… Right Said Fred! Claro que me reí y lo disfruté, pero también pensé: “Con eso está todo dicho”. De a poco, y tragando saliva, también fui viendo comentarios socarrones sobre Bowie desparramados por todos lados. Yo hago mutis por el foro, me dije. ¿De qué me disfrazo? Con asegurar que los últimos discos no me gustaron ya no alcanza.
Mis carpetas repletas de fotos, entrevistas y todo tipo de recortes de prensa de Bowie ahora las tengo escondidas en algún lugar recóndito del placard, como hace años escondía debajo de la cama la tapa de “The Man Who Sold The World” para que no la vieran mis viejos (para que no preguntaran si “eso” era un hombre o una mujer).
¿Qué hago con todos mis discos oficiales de Bowie y todos los piratas, los remixes, los picture discs, los box sets con vinilos transparentes? Antes la gente que venía a mi casa se asombraba por la colección. Ahora me dicen: “Ah, tenés ese disco de My Bloody Valentine…”. Sí –pienso con bronca- tengo ese disco pedorro que tiene cualquiera y lo vendo en cualquier momento”.
¿Qué hago con las biografías, los libros de declaraciones, de discografías, de fotos? Y mejor ni cuento que una vez fui a conocer el lugar donde Bowie nació y salí corriendo con un nudo en la garganta. Tengo guardado ese recuerdo 100 metros bajo tierra. No sea que se me escape en alguna reunión y quede como una estúpida. Con decir que hace un par de años unos “entendidos en rock” me pusieron cara de “qué desubicada esta mina” cuando yo deslicé unos pocos elogios para el Duque Blanco… Bueno –me dije- esto es un complot. Parece que hay que callarse la boca.
Con este panorama, la verdad es que me enternece cuando en Mal Elemento a veces pasan temas de Bowie. Seguro que ahí hay alguien que fue re-cool en otra época… Alguien que todavía cree en lo que un supuesto anti-establishment viene condenando, tranquila pero persistentemente, como un “arcaico concepto de renovación del rock”.
Estoy convencida de que los discos siguen cambiando la vida de la gente, pero no creo que ese papel le toque ya a ningún disco de Bowie. Hace poco miré a mi alrededor y no podía creer que “el universo Bowie”, ese que los historiadores, críticos y cronistas de rock pintaron como el emblema del cambio, el riesgo, la seducción y el gran espectáculo, el mismo que transformó la vida de mucha gente, hubiese caído, ante las risas de la anti-intelligentzia crítica y la mirada indiferente de toda una generación, tan pero tan bajo.
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Los años me dan la perspectiva de que el panorama no era mucho mejor en la era “cool-Bowie”. Para nada. En los 80, cuando en los medios abundaban las retrospectivas de la carrera de Bowie (al ritmo de ventas de algunos discos y de las campañas de las discográficas), el asunto se reducía a algo parecido a una serie de análisis de un paciente que presentaba un montón de síntomas pero al final no tenía nada. Las retrospectivas eran una calculada y prolija enumeración de años, apodos, looks, estilos, géneros, etiquetas, comparaciones… Una maraña tan grande de imágenes, tapas de vinilos, retazos de recitales… todo cronológicamente programado y absolutamente vacío.
A esta altura ya no hay ninguna diferencia entre el raconto histórico de la carrera de Madonna y la de Bowie, con la gran diferencia de que los singles de Madonna tienen hoy mucha más presencia (e influencia) cultural y mediática.
Seguro sin darse cuenta, en la era “cool-Bowie”, la prensa y la crítica terminaron cocinando y quemando al Duque en su propia salsa: su patente obsesión por el paso del tiempo y los cambios. Así se redujo una discografía inabarcable a simples muletillas y fórmulas (“camaleónica”, “el mejor disco desde Scary Monsters…”, etc). Y así terminó Bowie cortado en mil pedazos, en una carrera que parecía no tener continuidad, profundidad ni propósito.
“Arme su propio Bowie”, sugerían todos. Hasta los periodistas que más lo valoraban y trataban de difundir su obra caían en esa trampa. Yo también lo hice, con esos ridículos fines didácticos, en diarios y programas de radio. Pero en el fondo me daba cuenta de la jugada. Recuerdo que fanteaseaba con publicar un aviso clasificado que rezara (sin ironía): “Haga un curso acelerado sobre la carrera de David Bowie y escriba sobre él en cualquier lado ¡¡ sin escuchar un solo disco!! Duración total: una hora semanal, dos semanas”.
Seguro sin darse cuenta (también), la gente (desde fans, críticos, periodistas y consumidores en general) bajó esa estructura a una visión propia de Bowie, reducida y simplificada. Tanto que cualquier comentario/discusión alrededor de la carrera del tipo suele terminar en la pobreza diletante de “a mí me gusta el Bowie de Ziggy”, o “el de Young Americans”, o “sólo el de Hunky Dory”, o “llego hasta la trilogía” o “hasta Scary Monsters me estiro”…
Ahora me pregunto: ¿En qué muñeco para armar, en qué mamarracho mediático, en qué lata de conserva convertimos a Bowie? ¿Cómo caímos tan bajo?
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“Buscá a gente a la que no entiendas y un sitio donde no quieras estar, y limitate a introducirte en él”. (David Bowie, noviembre de 1977).
Es muy raro que me ponga a escuchar discos de Bowie. Si lo hago, sé que tengo que atenerme a las consecuencias. Escuchar un tema significa escucharlo 10 veces, o escuchar 20 temas más, o escuchar discos y discos completos hasta que pierdo la noción de la hora, las obligaciones, del lugar donde estoy. Generalmente los discos nos remiten a personas que conocimos o a distintas épocas de nuestras vidas. Pero a mí los discos de Bowie sólo me remiten a Bowie, a él cantando sobre un escenario, a su propia vida. Es como si la voz del tipo se convirtiera en un absoluto en donde ni siquiera caben los músicos de las más diversas calañas que descubrí a través de él.
Sabiendo lo intensa que es la experiencia, y tratando de esquivar el miedo de que me obsesione y me absorba, mis discos de Bowie cumplen un prudente descanso hasta que el fantasma de la pasión, la confusión o el temor los agita de nuevo. Por algún u otro motivo, “Low” es un disco al que siempre vuelvo... Creo que es un intento mudo, escucha tras escucha, de decirles a los otros algo que a mí me hubiese gustado ver escrito... Además de estar convencida de que, desde hace años, la mirada hacia la trilogía berlinesa termina tan hundida en la fórmula del “arme su propio Bowie” como el resto de su discografía.
Jamás entendí por qué se tildó de “fría” a la trilogía, por qué la mayoría de los aspectos resaltados siempre giraron sobre cuestiones técnicas, métodos de grabación y composición y la participación de Brian Eno en plena búsqueda de la “deshumanización de la obra”. Nada más lejano de la trilogía... Siempre se habló de minimalismo musical y nunca del minimalismo emocional de “Low”, su inigualable capacidad de morder hasta el hueso sin derramar sangre ni llorar. Yo no creo que eso sea frío... Más bien todo lo contrario. Bowie supo hablar de “la fuerza emotiva” detrás de “Low”, pero tanto entonces y más ahora es un aspecto olvidado.
No se trata de adivinar una “biografía” detrás del disco, que la hay, y es apasionante. “Low” no está “contando” nada. “Low” es el autoexilio, está destruido y tiene que empezar de nuevo, es confuso, temeroso, ensayístico y, aunque suene raro, esperanzador. “Low” es la huída como un camino difícil, y todo lo que tiene de simple no connota ninguna especulación. Quizás sea el disco más naturalmente conceptual de la historia del rock.
Eso ya está trazado desde los títulos de las canciones. El disco tiene un orden interno que parece imposible de alterar, como si se tratara de las etapas de la vida: el miedo y la locura (“Breaking Glass”), el aislamiento (“What In The World”), la necesidad de volver a lo básico (“Sound And Vision”), la recurrente caída inevitable (“Always Crashing In The Same Car”), y después nada más admitir que “a veces uno no llega a ninguna parte, he vivido en todo el mundo, pero he dejado todos los lugares, por favor comparte mi vida, sé mi esposa” (“Be My Wife”).
El título de los instrumentales es tan preciso que cualquier tipo de letra sería redundante: “Speed Of Life”, “A New Career In A New Town”. En “Low” no hay espacio para lo superfluo. Es un disco desnudo, urgente, sin tiempo para la reflexión. El pequeño mundo está ahí, construyéndose o derrumbándose como los lugares que describe sin palabras en “Warszawa”, “Art Decade”, “Weeping Wall” y “Subterraneans”.
Siempre se consideró a la trilogía como “una oportunidad” que tuvo Bowie de trabajar con Brian Eno, de aprender de él, de cambiar y enriquecerse. Y es cierto. Pero me da bronca que no se hable de la “oportunidad única” que tuvo Eno de estar ahí en Berlín con Bowie, y de que su ambient y sus experimentos sonoros se llenaron en esos tres discos, y especialmente en “Low”, de una intensidad emocional que después no vieron ni en sueños. Eno podría haber planeado “Warszawa”, pero jamás la podría haber concretado. Ese extraño “lenguaje” de la canción, que dice mucho más que cualquier “letra”, es justamente lo que Eno no podría comprender.
En “Low”, mucho más que en otros discos, Bowie es UNO. El disco es un viaje sin escalas al David Bowie único, indivisible, y que nunca necesitó ser multiplicado o descuartizado, vendido en cortes como un animal. Los demás discos podrán ser escalas, pero escalas de un mismo viaje. Bowie está en ese viaje, en cada sonido, en cada letra… lejos, muy lejos del Bowie de raconto vertiginoso, de formulario de migraciones, del “conozca ya la camaleónica carrera sin escuchar nada”.
Es un viaje largo y oscuro, muy poco confortable. A cada uno le llevará… su tiempo. A mí me llevó a lugares, a gente, a sonidos, a imágenes inesperados, me enseñó tantas cosas que no sé si alguna vez voy a terminar de aprenderlas. Recuerdo que un camino concreto me llevó a una casa abandonada en la zona más pobre y lúgubre de Brixton, un barrio muy popular al sur de Londres que Bowie negó durante años como su lugar de nacimiento. Y diría que me fui casi corriendo, en el primer subte mugriento que me sacara de ahí, entendiendo más, en unos pocos minutos, la huida del propio Bowie y su enorme miedo a la pobreza y la locura.
Es un viaje largo y oscuro, desde la fascinación por la imagen de Bowie a través de la lente de una cámara, del espejismo de la extravagancia, la elegancia y la seducción, hasta el Bowie de carne y hueso, un hombre enjuto y pequeño, con una apariencia de fragilidad increíble y una dentadura que durante años fue su verdadera marca de origen. Es un viaje desde la confusión y la miseria hasta la experimentación y la belleza. Es todo el viaje que puede haber desde una verdad triste y opaca hasta una mentira brillante.
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En los 80 yo solía pensar que Bowie, al igual que los Beatles y los Stones, me había abierto las puertas a un mundo distinto, pero que sólo con Bowie había comprendido de qué se trataba el talento. Ahora ya ni sé qué es el talento, pero estoy segura de que con Bowie aprendí algo mejor: entendí que había una persona detrás de cada disco... Y, quién sabe, a lo mejor eso sea el talento.
Ahora que vivo en otro lugar, tengo otra vez un poster gigante de Bowie instalado al lado de la cama. Es el mismo que alguna vez colgué, pero ya no necesito mirarlo. Siento que volví hace rato de ese viaje, por más que tenga ganas de seguir viajando. He visto a Bowie en todas partes... lo he hablado, justificado, criticado, soñado, explicado, perseguido, escondido, enterrado y adorado. Ahora solamente me gusta David Bowie. ¿Qué David Bowie? Ese David Bowie, el que no se puede dividir, el que no es cool, ni camaleón, ni popular ni influyente. A mí nada más me gusta David Bowie, y no sé por qué una cosa tan simple parece tan difícil de comprender. A mí me gusta David Bowie, y ahora tengo el privilegio de saberlo y escribirlo.