contra las cuerdas

La edad de la inocencia

Cuando le pregunté a Pappo de qué estaba arrepentido, no lo dudó ni un segundo: “Yo no me tendría que haber vuelto de Inglaterra”, me dijo. ¿Y por qué? Y bueno… ahí Pappo empezaba con sus silencios, sus risotadas, sus balbuceos, y una respuesta del tipo: “No sé, allá me hubiese ido mejor, allá valoran a los músicos, allá es distinto”, y toda esa clase de cosas que dicen las personas que idealizan el lugar de sus héroes, el lugar de su música. Pappo podía pasearse todo engrasado ante las cámaras en su taller mecánico, pero en el fondo era súper Hall Of Fame: creía como pocos, y tal vez demasiado, en el reconocimiento por la trayectoria y el talento, en el legado generacional de la música, y en andar desparramando su mensaje como si fuese un pastor evangélico o un cruzado en contra de un ejército de enemigos. Era lo único que había aprendido de sus “antepasados”, pero lo había aprendido bien.

Pappo era un entrevistado difícil. Cuando estaba al lado de él, o cuando hablábamos por teléfono, yo no podía pensar en dos personas más diferentes. En principio estaba su famoso machismo. Te intimidaba cuando te miraba como si fueras solamente una presa apetecible. Después estaba su vocabulario limitado, a veces no le salían las palabras, te contestaba cualquier cosa menos la pregunta que le hacías, se ponía a hablar de cuestiones técnicas de “los fierros”… Cualquiera… Desgrabar la charla y “coordinar” las oraciones era un laburo de hormiga.

El primer encuentro fue el peor de todos (o el mejor, según quién lo mire). La única opción era entrevistarlo a Pappo en el mítico móvil negro de Pappo’s Blues, un colectivito destartalado pero reparado a full por los fierreros. “¿Sabés lo que es esta máquina?”, decía el Carpo con orgullo. Seguro que percibió mi cara de terror ante “las condiciones del lugar”. El colectivo tenía un par de camas cuchetas todas desvencijadas. Los colchones no tenían funda. Eran sólo una goma espuma de cinco centímetros de espesor que cargaban con una mugre que, como material de colección, tenía más valor que el traje de cuero con tachas circa Riff que una vez colgaron en la exposición “30 años de Rock Nacional”. Las “cortinitas” de las ventanillas no eran otra cosa que un pedazo de tela estampada seguramente arrancado de un batón de la madre de Pappo.
Mientras la charla iba a la deriva, y Pappo se hacía el sota cuando le preguntaba por Menem, y en el colectivo hacía un calor de 150 grados, se apareció desde “algún lugar” de la máquina el “chofer-mecánico” de la gira. El tipo era un clon de Cooter, el mecánico de “Los duques de Hazzard”, igual de engrasado y de pocas palabras. Sin embargo, “Cooter” tenía algo muy importante para decirnos: la puerta del colectivo no se podía abrir… nos habíamos quedado encerrados… Al principio yo creí que era una broma, pero la puerta estaba realmente trabada, y Pappo dijo: “Esa puerta de mierda hace días que está así… El (por Cooter) entiende mucho de fierros, pero de puertas no sabe nada. Si no la abren no voy a salir a tocar… Total, acá tenemos de todo, nos podemos quedar toda la semana…”.
Yo me la daba de canchera haciendo chistes, pero ahí se me terminó la parla. Me puse nerviosa. Quería desaparecer. Y Pappo se tiró en la cama. Y Cooter le daba patadas a la puerta… Y entonces yo vi mi salvación. Ahí estaba la Gibson, y le pedí a Pappo que tocara “Love In Vain”. “¿Te acordás, no, de “Love In Vain”?, le pregunté. “Si, che, sos la hija de la pavota vos, ¿no? Mirá que las minas me pidieron muchas cosas pero nunca “Love In Vain”, me dijo. “Y bueno -le respondí-, no te quejés, que si no te pido otras peores…”. Pappo se puso a tocar. Yo apenas recitaba la letra. Y así nos quedamos charlando de blues hasta que no sé qué herramienta de Cooter logró abrir la puerta.

En esos pocos minutos, ese colectivito pasó de ser el lugar más terrorífico del mundo al mejor de los refugios. Y en esos tontos colchones viejos yo vi algo más que mugre: vi la cuna blusera donde desde hace años se mece dulcemente nuestra pasión por el rock. Es cierto, yo ya lo había leído en los libros. Pero no es lo mismo. Solamente en ese momento, y con ese tipo que me daba miedo, aprendí que la música es un vínculo único, indestructible, capaz de borrar cualquier barrera.

Pappo te hablaba del Mississippi, de los negros que cantaban recolectando algodón, de John Mayall, de Albert King, de B.B King, de Willie Dixon, de Muddy Waters, de John Lee Hooker… Me lo contaba desde el otro lado del teléfono, en los huecos de las entrevistas, mientras lo retaba al hijo porque tocaba con guitarras “desafinadas” o mientras comía y eructaba a piacere. Eran esas historias que yo sabía de memoria pero que ya había dejado de leer hacía tiempo. Y Pappo me recordaba dónde y cuándo había empezado todo, y qué hermoso había sido ese comienzo… como los juegos despreocupados de la infancia, donde la vida estaba por hacerse.
La gente que nombraba me llevaba hasta ese recuerdo de Jagger y Richards cuando eran dos pibitos que se creían los únicos en toda Inglaterra que escuchaban blues encerrados en sus casas. Al igual que Pappo y muchos de nosotros, que nos creíamos los únicos escuchando esos discos que pensábamos que nadie tenía (y que en realidad estábamos compartiendo sin saberlo con un montón de gente).

A pesar de todas las diferencias de gustos y estilo de vida que tenía con Pappo, en esos pocos minutos que puede durar una entrevista me sentía mucho más acompañada por él que por algunos de mis propios amigos, parejas y familiares de toda la vida. Gente que… gente que siempre detestó el blues. Es un hecho que hay gente de mi generación, nacidos a principios de los 70, y ni que hablar de los más jóvenes, que si les nombrás a un Eric Clapton, por ejemplo, son capaces de escupirte un ojo.
Yo lo voy a decir así, a lo Pappo, sabiendo que si el mundo perdona tantas injusticias también puede perdonar este brulote: el que no tiene en su discoteca a un buen guitarrista de blues no sabe nada de música. No Sir. No Lord. Y el que no experimentó el blues no conoce nada de rock. No, no conoce nada.

Siempre me fascinaron los guitarristas, pero mucho más los que provienen del blues. Un guitarrista que viene del blues puede ir a cualquier parte, como pudo ir a cualquier parte el rock. O también puede quedarse ahí para siempre, porque el blues es tan intenso, está tan lleno de espíritu, de carne, de dolor, de esperanza, que ninguna nota es el límite. El blues no necesita de nada que lo complete. Y los mejores guitarristas de blues son los violeros más completos técnica y espiritualmente hablando.
Será por eso que nunca sentí el blues como una expresión de tristeza, de pérdida, de melancolía. Todo lo contrario. Lo siento lejos de la muerte y los finales, y muy cerca de los comienzos, los nacimientos, la alegría ante la llegada, el descubrimiento y la autenticidad. El blues tuvo el vigor para impulsar mucha de la música que escuchamos ahora. Y las cosas que decía y sigue diciendo (“Nobody Knows You When You’re Down And Out”) son tan ciertas y sinceras que nadie podría negarlas. Qué bajón ni qué bajón. Yo soy feliz cuando un blues sigue apareciendo, viejo y fiel, maquillado o deforme, en un disco de Clapton, de Jon Spencer, de los White Stripes, en reediciones de antiguos gurúes, en insignificantes discos de un Page o un Mick Taylor, o en el maravilloso “Then Play On” de Fleetwood Mac que estoy escuchando justo ahora.

Ese es el lugar de la infancia, de la infancia rockera. Y Pappo te llevaba hasta ahí con un solo gesto… al refugio maternal, reconfortante pero inquietamente latente. Ese siempre fue el lugar de los sueños, pero los sueños son nuestra única vida real, como decía Fellini. Estoy segura de que a Pappo le hubiese encantado esa caravana de fans y motoqueros que lo acompañó desde La Paternal hasta el cementerio de La Chacarita… Tanto “reconocimiento”, tanto “cariño de su gente” cantando sus “clásicos”… Pero ese día yo lo veía más a Pappo en sus sueños… Lo veía en el ridículo museo de cera del Rock and Roll de Madame Tussaud. Qué bien que hubiese quedado ahí la “estatua” de Pappo, con sus rulos, su nariz de cirugía, su campera de cuero y montado sobre su Harley Davidson, justo al lado de Chuck Berry y de Little Richard, alegres con sus guitarras sobre los lustrosos convertibles de los años 50. Me lo imaginaba a Pappo al lado de sus “héroes”, de otra estatua de B.B. King, si es posible con ambientación del Madison Square Garden… Porque ese era el “standard” de Pappo… En el ambiente del rock argento tenía muchos amigos, pero la verdad es que el rock nacional le importaba un carajo.

Lo más curioso es que se podía aprender algo en esas accidentadas entrevistas con el Carpo. Después de la nota se detenía en anécdotas de unos bluseros ignotos que sólo él parecía conocer, y me obligaba a chequear sus nombres en Internet y en los libros (aunque esos nombres después jamás aparecían en las notas). Pappo abrió puertas. Fueron pocas, pero a mi juicio esenciales. Si la mayoría de su público no las vio o prefirió quedarse vociferando durante años los mismos temas, ese no es un problema del músico. Mala suerte, que se jodan. Y los que siguen midiendo al blues por Memphis La Blusera o La Mississippi, y lo tachan así tan fácil de retrógrado y troglodita, confundiendo todo un género con un par de bandas… Bueno, que se lo pierdan también. Más retrógrado es el que no escucha blues amparándose en esos argumentos y encima hace un estandarte de eso, cuando lo único que deja en evidencia es un gran desconocimiento.

Con Pappo a veces también te reías, como cuando te contaba muy suelto de cuerpo que él había formado Riff “para destruir a Serú Girán”, o cuando se preguntaba quién era ese “boludo de Diego Torres”. Desde su tosquedad, era el único que se animaba a ponerle la tapa a la soberbia barata de Charly García… Ahora ya no queda nadie. Nadie que persiga enemigos en nombre de su sagrada música. Nadie que diga cosas como “la música es lo único que va a salvar al mundo” y encima se lo crea. Esas eran las oraciones que predicábamos cuando éramos unos adolescentes solitarios, no? Pero Pappo estaba convencido de eso a los 50 años. Pappo se murió en la edad de la inocencia. No creo que nosotros estemos a tiempo de tener el mismo privilegio.