contra las cuerdas

Excuse me

Siempre odié "Parklife". Qué disco jodido. Y siempre envidié a los que lo celebraron, lo disfrutaron y lo compraron en el 94. Yo, por mi parte, lo compré como ocho años después, e hice todo lo posible para comprarlo bien barato. Yo juzgaba, y juzgo, que ya había pagado un alto precio por “Parklife”.
Recuerdo que lo buscaba entre los usados, y como así y todo me parecía caro, y me daba no sé qué comprarlo usado, lo terminé comprando en una oferta relativa cuando estaba por cerrar el Musimundo de Sarmiento y Córdoba. “Si alguien me ve _pensaba_ voy a decir que lo llevo para regalo”. Había hecho de maestrita ciruela del rock inglés durante tantos años que me daba vergüenza que me pillaran comprando “Parklife”, nada menos, tan a destiempo. Las explicaciones y las excusas me sobraban, pero yo nunca tuve ganas de hablar de “Parklife”. Excepto ahora. Ahora creo que es una obligación.

“¿Quiénes son estos boludos?”

Como en toda relación, el vínculo con un disco, con una banda, tiene mucho que ver con la primera impresión. Circa 93/94 había llegado a casa la televisión por cable, que por entonces para mí sólo era sinónimo de MTV. Pasaba horas frente a la pantalla esperando en vano algún video de Suede, para ver cómo era “realmente” Brett Anderson. Nunca agarré un video de Suede ni a las tres de la mañana. En cambio, a cualquier hora que prendiera la tele estaba en rotación enfermiza el enfermante video de unos tal Blur, el video de “Boys and Girls”. “Esta es la nueva mierda que nos quieren vender”, pensaba yo mientras pasaban el video cada 30 minutos. “No se soporta, este pop blandengue herencia del “pop fino” de los 80 disfrazado para bailar… No se aguanta. Tanta guitarra de Manchester para que ahora los ingleses nos vengan con esta porquería…”. “¿Quiénes son estos boludos?”, me preguntó mi hermano mientras yo seguía esperando a Brett Anderson. “No sé, algo leí en las revistas. Los Blur”. “Oh,oh,oh,oh,oh”. Argggggg!! Saquen ese corito!!! ¿Y los tipos? ¿Cómo podés estar en un video con un equipo de gimnasia de la escuela? Con unas remeras Umbro! Qué falta de look, por Dios. ¿Y el cantante? ¿pone cara de idiota o es así? ¿Y los nardos que están atrás? ¿Y todos esos boludos tirándose a la pileta? Yo no compro este grupo ni a palos…

Brit pop victims

Por supuesto que cuando explotó “Parklife” y todo el fenómeno del brit pop, yo quería estar ahí para contarlo. Entonces empecé a leer sobre Blur y escuché sus tres discos… pero por las dudas los pedí prestados… Fue un alivio enterarme de que el resto de “Parklife” poco y nada tenía que ver con el hit “Boys and Girls”. Y por supuesto me quedé helada con temas como “End Of A Century”, “Badhead”, “To The End” o “This Is A Low”. Reconocí la fina mezcla de influencias de la que hablaban algunos críticos, lo singular que era como guitarrista Graham Coxon y todo eso… Pero las letras, la estética, algunos temas (excelentes, como “Tracy Jacks”, “Parklife”, “London Loves”) no me cerraban por ningún lado. Veía mucho “homenaje” a los Kinks, esas referencias mod obvias (invitarlo a Phil Daniels, y eso que yo atesoro “Quadrophenia” como a pocas películas). Algo no estaba bien con Blur. Y especialmente con “Parklife”, porque si inmediatamente después escuchás “Modern Life Is Rubbish” te olvidás de “Parklife” a los 15 minutos. “Chemical World” fue la primera prueba de que Blur puede resultar un grupo peligrosamente adictivo. ¿Cuántas veces escuché ese tema? ¿Cien, doscientas? No lo quiero saber. De todas maneras, no compré ni “Parklife” ni “Modern Life Is Rubbish”. El brit pop nos dio un montón de posibilidades de condenar y maltratar a los grupos. Y yo elegí a Blur.

El tapizado de un subte

Con el semejante desparramo de Oasis en el 95 y toda la música que estaba pasando en ese momento, a Blur le perdí el rastro. Escuché descuidadamente “The Great Escape” y no me movió un pelo, salvo los increíbles temas de difusión: “Charmless Man” y “The Universal”. Para el 97 Blur ya estaba en otra, y como para demostrar que nunca íbamos a encontrarnos, justo cuando el grupo se fue musicalmente de Inglaterra yo llegué a las Islas. Ya desde el aeropuerto, la llegada fue un embole. Tantos años estudiando inglés y no entendía ni una palabra de lo que me decían, no sabía cómo cruzar las calles, no encontraba dónde quedarme, pasé días en un hotel a té y galletitas por miedo a que no me alcanzara la plata… Y yo que pensaba que conocía Inglaterra por los discos y los libros… Vivía estudiando planos y no sabía ni dónde estaba. El primer viaje en subte fue toda una proeza. Fui a ver el Big Ben para saber si estaba en Londres o dónde. Las cosas mejoraron cuando, después de visitar muchos sótanos en alquiler acompañada de egipcios o paquistaníes que sólo me hablaban de Maradona, me pude ubicar en la habitación de una casa muy limpia y luminosa (luminosa!!) en un barrio que parecía sacado de un libro de Kureishi.

Yo había ido a Inglaterra en busca de lo que en periodismo se llama “la historia de los lugares”, que es una de las partes de una investigación, o una forma de llegar a comprender, a conocer algo más grande. Tenía muchos preconceptos sobre lo que podría encontrar o no, algunos que resultaron inútiles y otros reveladores. Sin embargo, en todos los casos, los lugares y su historia, si estaban, si no habían sido barridos por una bestial pero natural indiferencia, se me aparecían siempre como enajenados, como la experiencia (no menor) de estar viendo una foto en vivo y en directo: el edificio de Apple, Mason’s Yard, Edith Grove, Denmark Street, Cheyne Walk… Pero un día se dio algo muy distinto, cuando subí a un subte de no recuerdo qué línea, una de las más trajinadas y pobretonas (tal vez la que va a la estación de Paddington). Yo sentí que ya había estado ahí, y que no lo había soñado. Conocía ese tapizado de líneas naranjas, amarillas, marrones y negras. Yo había estado en ese subte antes, por lo menos unos años atrás. Conocía a los londinenses que iban o llegaban de sus trabajos con cara de cansados, agotados, indiferentes. “¿Por qué vengo al mismo lugar?”, me preguntaba confundida. Y entonces se me apareció: se me apareció el dibujo de los cuatro Blur en ese vagón de subte, de esa misma línea, que está en el booklet de “Modern Life Is Rubbish”. Ahí sentí, por primera vez, que la historia se volvía presente, un presente escurridizo, rápido, banal, huidizo como ese vagón de subte que se iba pero que al otro día y al otro día iba a estar siempre ahí. Sentí que no había tiempos tan determinantes como el pasado, el presente y el futuro, que existía como una línea (de subte) invisible que los unía en una fase desconocida, y que en esa línea había estado Blur durante todos estos años.

London Hates

Al otro día compré “Modern Life Is Rubbish” (creo que en oferta!!) en una pequeña disquería de Kings Road, la calle de la moda punk que en los 90 se llenó de restaurantes italianos. No tenía dónde escucharlo, pero no importaba. De hecho podía escuchar a Blur todos los días. Porque la música que estaba en las calles de Londres y los alrededores, en ese 1997 (y sospecho que en toda la década del 90…hasta hoy) no era la música de los Beatles, ni los Stones, ni los Who, ni los Kinks, ni Oasis, ni los Sex Pistols, ni Jesus and Mary Chain, ni los Chemical Brothers, ni los Happy Mondays, ni The Jam, ni Julian Cope, ni David Bowie, ni los Clash. Era la música de Blur. En cada calle atiborrada, en cada subte, en cada estación de tren, en cada paisaje de colinas verdes, en cada paisaje de fábricas grises, en cada parque soleado, en cada recorrida por esas callecitas silenciosas, que conservan su nombre sólo por dos cuadras, con casas impecables que parecen deshabitadas, esa paz, esa engañosa calma de los barrios residenciales de Londres. Y en el barrio donde yo paraba, que podría haber tenido como banda de sonido natural algún disco de Cornershop, también estaba “Parklife”. “Avoiding all work”, unos vagos que se juntaban en la esquina y trataban de hablarme en italiano o francés (nunca español). “Back to work a.g.a.i.n”, los oficinistas que me encontraba todos los días en la estación de subte. “And we all say/ Don’t want to be alone/ We wear the same clothes/ Because we feel the same”, todos los uniformados según su raza y credo que andaban por la calle: el look hindú, el paquistaní, el africano, el “pasé la cortina de hierro”, el “europeo no inglés”… el inglés. “He’d like to live in magic America / With all these magic people”, los negros del barrio que se paseaban con ropa de jugadores de la NBA y autos norteamericanos. “And then I’m happy for the rest of the day/ Safe in the knowledge there will always be a bit of my heart/ Devoted to it-Parklife”, todos esos ingleses en las reposeras de Hyde Park, leyendo, alimentando a las palomas o los patos, corriendo, comprando un helado, dando una imagen de rutinaria, estúpida y efímera felicidad. Y todo el tiempo “London loves the mistery of a speeding car…/ London loves the way people just fall apart”, desde los autos de vidrios polarizados de las estrellas hasta la más absoluta miseria: casas abandonadas que se vienen abajo por la humedad, con sus puertas abiertas de par en par (nadie les va a robar), sus propietarios que apenas sobreviven para comprar alcohol; sótanos invivibles que se alquilan por 50 libras a la semana, y sus dueños te los muestran como si fuesen un palacio (los ven como un palacio); locales abandonados, mugre, contaminación, desprecio, soledad, muerte.
Esa guitarra infecta de “London Loves” me zumbaba en la cabeza constantemente, igual que la guitarrita Marr de “Clover Over Dover”, el corito de “Tracy Jacks”, la melodía de “Badhead” y la chanson de “To The End”, que me hacía reír cada vez que encontraba a los franceses desorientados, tratando de ubicarse en una ciudad donde los ingleses no les dan ni la hora. Qué ironía que el disco supuestamente más british de los 90 haya incluido un tema de auténtico sabor francés, pensaba entonces. Pero no era la única ironía de Blur. Todo lo que pensaba de Blur, y de “Parklife”, se iba a dar vuelta.

“Esto pronto será un recuerdo”

A veces, la mejor de las ironías se puede convertir en el peor de los malentendidos. Esto podría rezar con “Modern Life Is Rubbish” y sobre todo con “Parklife”. Calificados, etiquetados y vendidos como una exaltación de la nostalgia y de la recuperación de la estirpe del gran rock inglés, era fácil ver a los dos discos como una versión finamente actualizada del “Village Green…” de los Kinks. Como también se podría ver a “The Great Escape” como un “Arthur” fallido. Y ya por eso, y “The Great Escape” sólo por “The Universal”, estos discos tendrían ganado el cielo de los 90. Diez años más tarde, este argumento todavía suena perfecto, pero es falso.
¿Qué quedó en “Parklife” de “divertido”, “nostálgico”, “frescamente descriptivo”, “sutilmente sarcástico” y otras expresiones que se usaron para describirlo durante años? Nada. “Parklife” es uno de los discos más descarados, oscuros y feroces de los años 90. Y de toda la historia del rock inglés. “Parklife” tiene la misma mirada de los perros en carrera de la tapa. Y el Londres que mira no es la añoranza de una ciudad mod de fiesta de fin de curso. Es del lugar del aquí y ahora, son otras escenas de “Quadrophenia”, las más imperceptiblemente violentas y solitarias. En realidad esa mirada implacable ya había empezado en “Pop Scene”: “So in the abscence of a way of life / Just repeat this again and again...and again/ Hey, hey come out tonight / Popscene, all right”
“Blur se tomó el trabajo”, pensaba mientras miraba los mapitas de subtes y trenes. “Se tomó el trabajo de transformar todo lo que veo y escucho en música, palabras, conceptos y hasta unos hits para la radio”. Y nunca una mirada complaciente, la mirada complaciente fue la de los demás. Celebratorias, burlonas, indirectas, blandas como el disco que decían que era blando. Complacientes.
Blur también se tomó el trabajo de manipular, resucitar, ironizar, deformar, reproducir y citar la historia rockera de un país que tiene una idea muy vaga de qué va todo ese asunto, un país donde hasta el muserío marketinero beatle de Liverpool está en franca decadencia. Si una especie de “memoria colectiva” del rock inglés en las Islas se despertara, no alcanzaría más que para hacer un spot publicitario. No levanto ningún dedo acusatorio, y menos de un país a otro. En la Argentina, con suerte, pasa lo mismo.
A principios de esta década, cuando el rock retro nos mostró a cuánto la fórmula de “lo retro” en lo musical y lo estético se podía reducir, quedó expuesto que en discos como “Parklife” había mucho más trabajo del que uno pensaba. La visión de aquellos Blur macheteándose en la escuelita del rock inglés como unos alumnos tramposos y poco aventajados, quedó ahora más anticuada que la ropa que usaban.

El nostalgia affaire tampoco era tan esquemático y simple. Desde el explícito título, el arte y algunas letras, “Modern Life Is Rubbish” se presentaba como una crítica al Londres actual de los subtes cansados y una nostalgia por los “buenos viejos tiempos”, un elogio de cierto status quo. “I don’t want to change a thing/ I want to stay this way forever” (“Blue Jeans”). Esto llevó a tantas comparaciones con una etapa de los Kinks, que fueron una influencia vital para Blur. Pero en algunos detalles perdidos (más) y en una Inglaterra que empieza a asomar a varios kilómetros de Londres, es posible rescatar la “doble lectura” del disco. Saliendo del radio de ese monstruo que es Londres, y también lejos de las ciudades industriales, hay una Inglaterra en donde la frase “modern life is rubbish” está inscripta en el aire. Se puede encontrar en Oxford, camino a Gales, o en Cambridge, bastante próximo a Colchester, en la campiña de Essex, la “tierra” de Blur. Nunca voy a olvidarme de la cajera de un minimarket en la estación de trenes de Oxford, que cuando le dije que no tenía un billete más chico para comprar una barra de chocolate, miró el billete de libras esterlinas un rato y, en un tono muy soberbio dijo algo así como: “No importa, esto pronto será un recuerdo”. Esa Inglaterra que se asustaba por la llegada del euro, atada a sus estaciones de trenes antiguas que van más con trenes a vapor que con los actuales trenes superveloces, atada a un pasado indefinido, miedosa de perder sus costumbres instaladas durante siglos,
esa es la Inglaterra que también refleja Blur en sus discos. Pero no en un tono nostálgico, sino con la ironía y el sarcasmo con que se suelen tomar los problemas inevitables. Legislated nostalgia: to force a body of people to have memories they do not actually possess”. Esa frase sola resume el espíritu de esa Inglaterra interior, y es la “introducción” de “Sunday Sunday”.

Los últimos días que pasé en Inglaterra fueron extrañamente difíciles. Me habían ofrecido trabajo y un lugar para quedarme. “I’d love to stay here and be normal”, pensaba yo en “Tracy Jacks”… pero creo que en el fondo tenía miedo de terminar como ese personaje de “Parklife”. Entonces decidí volver a la Argentina para seguir estudiando y “hacer lo que me gustaba”. Recuerdo que en el taxi a la estación Victoria, valija en mano, me atacó una tristeza terrible. “And into the sea goes pretty England and damn me” (“This Is A Low”). Y miraba por la ventanilla como sabiendo que nunca iba a volver, tratando de que todo lo que veía se quedara conmigo por mucho tiempo…La única tranquilidad que tenía era que Blur ya lo había hecho por mí.

Ese es Damon Albarn, el que sale del baño

En el 99 fui a ver a Blur a Buenos Aires. Estaba con una gripe terrible pero me “escapé” y fui al recital. Por supuesto que esperaba escuchar algunos clásicos, pero estaba igual de entusiasmada con los temas de “Blur” y “13”. Esos discos habían demostrado cuánto más, mucho más de lo que se creía, era la banda. Me metí en la conferencia de prensa de prepo, sin estar anotada, y para mí sorpresa los Blur nos parecían tan quemados ni gastados como yo me figuraba. Ahí, en el pomposo Hard Rock Café, los cuatro posaban como una estampa de los días top del brit pop. Los ojos increíblemente luminosos de Albarn, la cara de muñequito nerd de Coxon, todo le daba a ese momento un aire de irrealidad bastante temible. Lo que sí fue real es que, cuando llegué al Hard Rock, después de cuatro horas de colectivo, encaré muy apurada para el baño. Cuando salí me choqué con un tipo que estaba más apurado todavía, y en un inglés inconfundiblemente inglés me dijo “excuse me”. Tenía anteojos de sol y enseguida huyó por las escaleras. Unos escalones más abajo me di cuenta de que era Damon Albarn. Podría haberlo corrido para decirle no sé qué cosa. Aunque ahora creo que sí tenía algo muy importante para decirle: “¿Sabés qué? Todavía no compré Parklife”.



Que los cumplan III: Los simuladores

Acabo de hojear la última Rolling Stone. “Los 50 momentos más importantes de la historia del rock”. Bueno, Trent Reznor no aparece en ningún “momento”. That’s the way the history goes. Igual, si dentro de tres meses sacan los “100 momentos”, es improbable que Reznor aparezca (salvo que hablen de la masacre de Columbine o algo así). Reznor está borrado de la coyuntura del rock desde hace años (aunque dice que ya tiene un disco nuevo), pero yo no alcancé a extrañarlo nunca, o al menos eso me pareció. En estos últimos diez años, desde que salió “The Downward Spiral”, he visto a Reznor en todas partes, como esos fantasmas de Elvis o Morrison que se aparecen en supermercados de Miami o Ecuador. Es una influencia imperceptible, casi invisible, que no se refleja directamente en la música, ni en la imagen ni en la actitud de nadie: es un cierto poder para impactar, para manipular, para apropiarse de armas ajenas y perpetrar un crimen propio.
Recuerdo que una vez, ya enferma de escuchar una colección de discos de nü metal para escribir un informe, me pregunté a quién podía echarle la culpa de todo “eso”: a Reznor, me contesté sin dudar. Y nadie me lo refutó. (“¡Mirá los monstruos que engendramos!”, como dijo Keith Richards cuando vio a los Guns ‘N Roses…) Y cómo me acordé de Reznor y su madre cuando lo vi a Marilyn Manson en vivo. Pero lo vi y lo escuché en todas partes: desde el nü metal hasta aquel Future Sound of London, desde los DJs con una mano en la bandeja y una pata en el rock (los Chemical Brothers en adelante) hasta el electroclash, desde los restos de la EBM hasta discos de David Bowie. Todos ellos tenían y tienen algo en común: la acusación velada, la sospecha de soslayo de que no son lo que parecen: expertos algunos y otros aprendices en el arte de la simulación. Y ahí está la gran huella de Reznor: el creador del mayor y más perfecto simulacro de banda de rock de la historia: Nine Inch Nails.

Trent Reznor hizo mucho más que popularizar el industrial, que ponerle una “cara”, que humanizar un género que por definición era deshumanizante: Trent Reznor fue el artífice del mayor crossover musical de los 90: le dio a toda la generación de las máquinas, a los que habían crecido con New Order y Depeche Mode, a los que soñaban con comprar un sintetizador/sampler mucho antes que una guitarra, su primera y tal vez más vital experiencia rockera. No importa quién lo hizo antes y quién después, como si el rock fuese una carrera de autos. Como nadie, Reznor unió el tecno y el rock, las máquinas y las guitarras, el dance y el pogo, la furia y la calma, el instinto y el cálculo. Para eso montó un “teatro de operaciones” que, se suponía, iba a durar muchos años.
Un teatro delicado y complejo que muchos confundieron (o les era más funcional “venderlo” así) con un circo simplón y grotesco. Sí, les era más funcional venderlo así, si no pregúntele a Marilyn Manson. La leyenda de que Reznor hizo “Pretty Hate Machine” tomando unos apuntes apurados de Ministry y Skinny Puppy, o agregándole 100 guitarras a “Violator”, es el puntapié para empezar a develar el torpe reduccionismo al que después se sometió a “Broken” (“Depeche Mode + 2000 guitarras”, calificado como “impenetrable” y hasta “inescuchable” en su época) y al mismo “The Downward Spiral”.

Reznor llenó de matices un género que estaba “basado en” y condenado a la repetición. Sí, tomó unos apuntes de Ministry, de Skinny Puppy, de KMFDM, y después les dio una patada en el traste a todos juntos. Había, en la música de Reznor, mucho más: Estaba el industrial europeo de los 80 (Einstürzende Neubauten), el goticismo electrónico de Nitzer Ebb y The Neon Judgement, y, por sobre todo, la presencia de los seminales Front 242, resumidos en el indispensable “Front By Front” (1988). Estaban también involucrados dos fenómenos extrañamente contemporáneos: los brillantes Young Gods de “TV Sky” (1991) y, en menor medida, los Beat Meat Manifesto de “Armed Audio Warfare” (1989). Entre toda esta batería se mezclaban verdaderos modelos éticos y estéticos: el post punk más oscuro y violento de Joy Division y Bauhaus, el Floyd más conceptual y teatral, el tecno pop más sensual de Depeche Mode (de donde Reznor sacó una mano derecha y gran parte del cuerpo: Flood), mucha trilogía berlinesa y un diploma de “simulador” otorgado en mano por el Pretenders’ Master David Bowie.

Todo eso está en “The Downward Spiral”.Y más. Pretencioso por donde se lo mire, “The Downward…”, al igual que “Pretty Hate Machine”, es un disco conceptual (de verdad). Y ya no se lo puede describir simplemente como “nihilista” con la perspectiva de los años. Las letras, cantadas en una tramposa pero demoledora primera persona, son un espejo de los angry white men del interior de los Estados Unidos. Los angry white men que había dejado quietitos en sus granjas, una granja tal cual donde creció Trent Reznor en el pequeño pueblo de Mercer, Pennsylvania, la América de Bush padre. ¿Qué decían “Mr Self Destruct”, “Heresy”, “Ruiner”, “I Do Not Want This” o la explícita “Big Man With A Gun”? Decían, en suma, “esta manzana que brilla en realidad por dentro está repodrida y en cualquier momento nos va a saltar la sangre en la cara”. Pero claro, es más fácil decirlo ahora. Como también es más fácil decir ahora, al menos para mí, que “Closer”, con su famoso estribillo (“I want to fuck you like an animal/ I want to feel you from the inside/ I want to fuck like an animal/ my whole existente is flawed/ you get me closer to God”) es la canción de amor más hermosa de los años 90.

Trent Reznor no inventó la ilusión de que el rock se puede tocar con máquinas, pero fue el gran héroe de ese concepto. Fue el héroe de las máquinas frente a la tiranía de las guitarras de los Guns ‘N Roses, los Stones Roses, Nirvana y hasta Oasis. Fue el héroe de los nerds del tecno y los huérfanos del dark. Si el brit pop impuso esa noción de presente en los 90, NIN representó esa vaga noción de futuro. El precio era alto, claro, porque las expectativas eran demasiado grandes. Y las influencias también. Tanto que Reznor terminó influenciando a David Bowie, uno de sus principales referentes.
“The Downward Spiral” fue número uno y vendió millones de copias, llevó el industrial y todos sus antecedentes y derivados a un público que jamás había pensado hasta ese entonces que podría disfrutar de esa música. Como dijo el crítico inglés Dorian Lynskey: “Trent Reznor hace discos experimentales para gente que no compra discos experimentales”. Y esa es una de las mejores definiciones de NIN.

¿Nos mintió Trent Reznor después de “The Downward Spiral”, cuando se apareció con las canciones de “The Fragile”? ¿Nos macaneó cuando cambió el aspecto de darkie torturado por el cortecito de pelo de modelo masculino y los brazos de gimnasio? No menos que cuando escuchamos NIN creyendo que era una banda cuando en realidad era un solo tipo. No menos que cuando parecía otro versero improvisado del tecno y resultó un brujo que podía tocar, componer, cantar y hacer bailar a la máquina. El Reznor del 94 y el del 99 son lo mismo, aunque el último haya parecido todavía más pretencioso y autoindulgente, o, con el mismo disfraz pero al revés, un saboteador de su propia leyenda.
Vuelvo a “The Downward Spiral” muy de vez en cuando. Recuerdo que cuando llegué a mi casa después de ver a los Natas en vivo lo único que quería era escuchar ese disco. No sé en qué año Reznor dijo que “The Downward…” le parecía primitivo. Hace poco, cuando estaba escuchando el final de “Closer”, alguien me dijo: “Apagá esa cumbia”. “Pero es tarde, es tarde para todos, chicos”, pensé. “The Downward Spiral” es como esas mentiras que, después de repetirlas, actuarlas y hasta soñarlas durante mucho tiempo, se convierten en lo único verdadero que uno tiene.